Aquella mañana de diciembre el destino sonrió a Bernardo. El concurso de traslados del personal laboral por fin se resolvió y el regreso a su ciudad natal se haría efectivo en un mes.
El día que conoció la buena nueva recibió un correo de alguien desconocido que se congratulaba por tan dichosa noticia. La felicitación finalizaba con estas locuciones latinas: «Suum cuique. Alea iacta est». Pensó que se trataba de una broma gastada por algún amigo y lo dejó correr; estaba deseando tomar posesión de su puesto de ordenanza en el antiguo convento de las capuchinas, ahora reconvertido en palacio de Justicia. Curiosamente, un bisabuelo de Bernardo fue demandadero en dicho cenobio.
Llegado el día, bajó del tren con su equipaje cargado de efectos personales e ilusión, aunque cuando pisó el andén, una extraña sensación se adueñó de su cuerpo y un impulso irreconocible parecía tirar de él hacia el vagón.
A la mañana siguiente acudió a su nuevo trabajo y los habituales saludos de bienvenida mutaron en sonrisas forzadas y ademanes nerviosos por parte de sus recién estrenados compañeros.
El vetusto convento del siglo XIX, ahora sede judicial, presentaba un aspecto sobrio y lóbrego, debido a los gruesos muros de piedra granítica que imperaban en la edificación. El sótano, que hacía las veces de archivo, directamente erizaba el vello de la piel, ya que un frío gélido y un silencio atronador lo inundaban todo.
En su segunda ronda soterraña, Bernardo advirtió que la calma se trocó en una suerte de macabros sucesos. Pudo oír una voz lastimera que provenía de no sabía dónde. También asistió atónito a un incesante titilar de luces que no obedecía a ninguna orden. Las sillas aparecieron encima de las mesas. El tacto escalofriante de una mano mesó sus cabellos a la altura de la nuca y un sobrecogedor tintineo de llaves paralizó su cuerpo. Allí abajo solo estaba él.
No supo cómo, pero acertó a subir a la segunda planta y nadie quiso o supo decirle nada acerca de los fenómenos que acababa de vivir.
Al día siguiente, cuando llegó al trabajo y encendió el ordenador, una nota emergió en su escritorio: «La sangre se hereda»; así rezaba la cita. Su corazón se desbocó y las piernas encaminaron indefectiblemente sus pasos hacia el sótano. Un pavor atávico exudaba por cada poro de su piel.
Una vez abajo, el mismo quejido hondo del día anterior condujo a Bernardo hacia una portezuela que se abrió sola para mostrar lo que parecía un pozo sellado por una plancha metálica. Allí el lamento se hizo ensordecedor, así que en un acto reflejo descubrió la oquedad, se asomó al brocal y una fuerza inusitada empujó su cuerpo hacia esa negrura sin fondo.
Su desgarrador grito de auxilio se ahogó para siempre en ese pozo.
El espectro de una monja capuchina cerró la portezuela y con voz de ultratumba, dijo:
—Suum cuique. Alea iacta est.