¿No os asustan las comidas de navidad de empresa? A mí me aterran. Soy una persona introvertida, sin capacidades sociales y con pocas ganas de mejorar esa flaqueza. Así que no me apetecía demasiado pasar esta experiencia. El paseíto desde Gregorio Marañón a Serrano, me ayudó concienciarme para lo que me esperaba. Llegaba pronto, para intentar evitar sentarme al lado del jefe. Entré aparentando más seguridad de la que sentía y me indicaron la única mesa vacía del local. Todo el mundo llegaba tarde, para variar. Me entretuve observando los detalles de la decoración vintage del local. Las enormes lámparas, los espejos, los sofás rojos justo debajo... El local tenía un ambiente de estudiada decadencia que me gustó automáticamente.
Tras media hora sin noticias de nadie de la empresa, tuve que admitir que necesitaba ir al baño. Me planteé esperar un poco más por si aparecía alguien, pero la urgencia no me lo permitió. El baño era igual que el restaurante, aunque quizás, por la falta de luz, resultaba más tétrico que el resto. Me miré al espejo e intenté ofrecer la mejor de mis sonrisas. Nada que hacer. Al salir, no pude evitar chocarme con otra mujer que venía a hacer uso del lavabo. Al principio no me fijé bien, pero un escalofrío me recorrió la columna y me di la vuelta justo para verla cerrar la puerta. Llevaba puesta una máscara blanca impoluta, alargada, con forma de coyote y con dos lágrimas de sangre rompiendo la pureza. Recuerdo haber pensado: “vaya friki”. Pero la idea no me duró mucho más. Salí al comedor y fui consciente al mismo tiempo de dos cosas: primero, que ya no había apenas luz y la que quedaba tenía un tono rojizo bastante inquietante. En segundo lugar, la máscara de la chica del baño no había sido una excepción, todos los comensales, incluidos mis “compañeros” que habían llegado, llevaban puestos esos pedazos de plástico blanco con distintas figuras de animales. Otro escalofrío. Todas las miradas se dirigieron a mí. Mi corazón se desbocó. ¿Qué demonios…? Al unísono, como movidos por una fuerza superior, todos se levantaron, cuchillo y tenedor en mano y comenzaron a caminar hacia mí. Si era una broma, no tenía ninguna gracia. Fui retrocediendo hasta que escuché cómo se abría la puerta del baño. No tenía escapatoria, no podía salir de allí.
Cerré los ojos con fuerza y el sonido lacerante del despertador me arrancó de la pesadilla y me devolvió a la realidad. Suspiré y sequé el sudor de mi frente. Vaya mal cuerpo se me había quedado. Al mirar el móvil, la alarma me indicaba que no olvidase que hoy era la comida de empresa. Malditas las ganas que tenía de ir después del sueño. Me escaquearía. Estaba tan ocupada con mis pensamientos que no escuché el crujido de las tablas del parqué. Lo último que llegué a ver, fue una máscara blanca de coyote con dos lágrimas de sangre.