No conocemos a los vecinos. Desde la ventanita del baño superior sólo alcanzamos a ver el descolorido toldo que cubre su patio. Y, estirando el cuello, unas tinas vacías -o yo las creía tales- en el rincón opuesto a nuestro muro. Por lo demás, hay en sus hábitos descorteses algo que se impone sin esfuerzo, que sobrepuja con violencia, que salta y arremete desde su patio, una invasión de proporciones extraordinarias, repetida una y otra vez sin variaciones, día y noche, atardecer o madrugada: el lancinante chirrido del tendedero. Un serrado lamento. Un rechinar concéntrico. Un clamor cortado a pico. Una aturdidora letanía. Una cólera compacta. Nosotros, mientras tanto, nos encorvamos hasta tocar los pies con la barbilla, gemimos impotentes, masticamos objetivamente el desgarrador estrépito de las roldanas sin aceitar. Y la infinita vulgaridad de las llamadas a gritos de la madre. Y los berridos sobrehumanos de los niños. Y las blasfemias del padre. Con el tiempo no esperamos, desde luego, cambios favorables. El refinado mecanismo de tortura -sus cuerdas extensibles, sus poleas, sus cables de acero, sus pinzas prensiles, sus perturbadores chillidos- parece cargado de un sentido extraño. Nadie apacigua a la bestia cuando tronza. Más bien al contrario, la azuzan sincronizada y deliberadamente. Es gente con habilidad para dañar. Con gusto quisiéramos abstraernos del fenómeno. En esos momentos uno desearía ser bronco, acaso despiadado. Por desgracia, nada nos da fuerzas. Carecemos incluso de permiso de armas y de las ventajas de tal género de alivio. Hora tras hora, día tras día, alguien cuelga y descuelga, tiende y recoge algo en maniática sucesión. Con tanta asiduidad, con tan cruel eficacia y rechinamiento, que las lagartijas caen del muro: el espanto afloja las ventosas de sus patas. En ocasiones, a contrapelo del aire, el corrupto olor a cebolla de las matanzas, a pieles vencidas tras la ejecución, sube hasta nosotros. A menudo su patio se puebla también de estorninos. Desprecian los robles cercanos para arracimarse a su antojo bajo el toldo, en el mismísimo rectángulo dispensador de frío y pensamientos siniestros, de sombras apenas entrevistas, de secretos pecados e incomprensibles costumbres. Como si acudieran atraídos por los despojos anónimos que sujetan las pinzas del engranaje. Ojalá pudiera llamarlos ropa tendida. Lo peor es, diríamos, la familiaridad. La absoluta vecindad con las atrocidades. Los estragos de esa especie de deriva monótona y terrorífica. Evidentemente, la claudicación. Nos mudamos. Sin pena.