—Mamá, me duele la barriga; tengo hambre —ayer se terminó la comida y solo ingirieron agua con azúcar por la tarde. —Tranquila, amor —respondió con tibieza. —
Ese año la primavera no llegó. Los árboles más grandes fueron los primeros en morir. Luego los arbustos y las flores del jarrón que cada día su madre cambiaba tras pasear por el bosque que ocultaba la casa del pueblo en lo alto de una colina. En una mañana, la sangre que al contacto con el aire se tornó pastosa y oscura al pincharse retirando las rosas muertas la convenció de que algo terrible pasaba. Sabía que además del color, el sonido se corrompía. Los animales ya no se anunciaban, se lamentaban con alaridos bajos que se convirtieron en un viento fino que le helaba los labios. Bajo la ventana, mientras lavaba los platos, sacudía sus facciones con cada estéril aleto de una mosca agonizante, y de un manotazo la arrojó al triturador. Se limpió la frente saliendo de la cocina y abrazó un muro.
—Cierra la puerta, cariño.
En la noche perdió el sueño y retiró un poco la cortina de su habitación. Un hombre, a quien el rostro no pudo reconocer, pasó corriendo sin hacer ruido, sin resquebrajar una sola hoja muerta, agitando cabeza y manos con violencia como si estuviera siendo atacado por una enjambre de furiosas abejas, hasta convertirse en otro árbol en el bosque. Al pie, cuatro moscas convulsionaban. Apoyó la mano y la mejilla en la ventana para ver lo que sucedía en el pueblo, pero una vibración con vehemencia propia le hizo retroceder del cristal y caer. Antes de salir el sol, sus hijos la encontraron sellando ventanas con las duelas que arrancó del suelo y atrancando puertas con barrotes de la escalera.
—¿Mamá? —preguntó el mayor. —¿Qué le pasó a tu cabello?
Gimoteando había corrido por el jardín hasta la bodega para traer herramientas, y al volver a casa y pasarse la mano, encontró sus dedos envueltos en cabellos y siguió trayéndose más puñados cada vez. Les explicó que algo muy malo estaba pasando afuera y que debían permanecer dentro.
Los siguientes 5 meses los pasaron sin dejar casi espacio para la luz, y cuando aquello arremetía contra la puerta, ella los llevaba a su habitación y cerraba escondiendo el pequeño revólver en un enorme guante negro de lana, las únicas dos cosas que su esposo dejó antes de abandonarlos, y cantaban en voz baja hasta que cesaba.
Después de mentirle a la pequeña, volvió. Esta vez las ventanas estallaban y las duelas eran rajadas certeramente, su madre les acariciaba. Que cantaran más fuerte, que no eran voces humanas, que esas no eran palabras, que esos no eran sus nombres. Apeló a Dios cuanto pudo y cuando los escuchó dentro exigió su perdón. Besó sus cabellos, los pegó a su pecho y el guante negro cayó al suelo.