Matías era un niño insultantemente curioso. Tenía 11 años y ya había visto un muerto. Un vagabundo al que apalearon un grupo de adolescentes borrachos. Era el peor recuerdo de su vida.
Fue precisamente ese exceso de curiosidad el que le llevó a correr hacia unos espantosos gritos. El mendigo le pidió ayuda cuando estaba moribundo, pero si la curiosidad le había llevado hasta allí, la cobardía le hizo huir. Tras esa carrera despavorida, el cadáver de tez blanquecina, ojos amoratados, y una boca cubierta por una costra de saliva y sangre, le visitaba en la oscuridad. Todos los días, al apagar la luz, escuchaba el estridente sonido del vagabundo al arrastrar el pico blancuzco de la tibia por el suelo del pasillo.
La noche ya no era para dormir sino para temer. Para huir y evitar que el muerto le hiciera lo mismo que le habían hecho a él.
Cada noche echaba el pestillo y cada noche el chirrido de la manivela le despertaba entre sudores. Matías permanecía inmóvil, con el corazón desbocado y al borde del llanto mientras la oscuridad envolvía el aterrador sonido que atravesaba la puerta y desaparecía en cuanto abría los ojos.
Esa noche el viento agitaba violentamente la ventana. La luz de la luna iluminaba la habitación convirtiéndola en un llama plateada que emitía un fulgor fantasmal en la penumbra. Matías estaba sentado en la cama, armado con un cuchillo que había cogido de la cocina. Sus ojos azules eran ahora dos ahogadas esferas rojizas que envolvían un rostro horrorizado.
Pasó horas mirando la puerta, dejándose llenar por el zumbido del viento. Las manos le temblaban de pánico mientras intentaba obviar el chirrido del pasillo. Llevaba días sin dormir. La puerta empezó a agitarse, inquieta, y el ruido procedente del pasillo era cada vez más intenso. Las bisagras iban a romperse. Alguien quería entrar.
Tras un salto, Matías blandió el cuchillo. Sus manos temblaban tanto o más que la puerta. Finalmente, las bisagras sucumbieron y tras un chasquido, el bloque de madera cayó al suelo como si pesase toneladas. Palideció mientras los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no había nadie en el umbral de la puerta.
La ventana se abrió con agobiante lentitud, solo su lento y agónico rechinar rompía el silencio. Matías se giró hacia ella. El viento ya no sonaba. Intentó escapar hacia la puerta, pero ya no estaba en el suelo sino en el sitio de siempre.
Matías, extrañado y aliviado, recuperó la calma. ¿Una pesadilla? Sí, otra más, probablemente, se respondió. No había ningún vagabundo. No había peligro en la noche…
Ese fue su último pensamiento antes de dormir… y también antes de morir.
A Matías lo encontró muerto su madre. Tenía el cuello rajado con el cuchillo con el que había intentado defenderse. Los pies se doblaban en un macabro ángulo dejando los huesos al descubierto como un vulgar palillo. La policía jamás encontró explicación a la veta rojiza que recorría el suelo del pasillo.