Suena el teléfono. La emoción me embarga. Me siento exultante, dichoso, afortunado. Mi sueño hecho al fin realidad, voy a participar en un concurso de cocina que emiten en televisión. Me desplazo al restaurante donde se grabará, lo llaman LAMUCCA, un local moderno con estilo a la par que elegante. Me recibe un sonriente cocinero jefe. Ciento ochenta centímetros, ojos saltones, un notable sobrepeso, con una nariz algo torcida, propia de boxeadores que sufren los rigores de combates del pasado. Me enfrasco de nuevo en mis pensamientos, vuelve la ilusión, la excitación que me proporcionan las endorfinas, visualizo en mi cabeza la palabra ganador. Recorremos el comedor, me acompaña hasta la cocina, allí observo a dos participantes sentados en una mesa, de espaldas. Mi anfitrión se despide de mí agitando sus mórbidas carnes en busca del resto de concursantes. Me dirijo a mis nuevos compañeros. Les saludo afablemente, no me responden. Me giro para ver sus rostros y el estupor recorre mi cuerpo: son dos cadáveres, están desfigurados, sus dedos amputados. De repente, siento una dentellada en mi pierna. Me estremezco de dolor, caigo a merced de una bestia. Dientes afilados y ojos negros como la noche, una aberración, mitad animal, mitad humana que haría temblar al propio Lovecraft. A su lado, el chef ebrio de placer exclama: “deléitate con su carne, sacia tu sed”. Reacciono, golpeo con fuerza a la deforme criatura que se estrella contra un refrigerador. Se abalanza sobre mí pero me aferro a un cuchillo de carnicero que se halla en el suelo, hundo con furia su hoja una y otra vez. La bestia yace sin vida. El orondo cocinero ha desaparecido. Observo entreabierta la puerta de una cámara frigorífica industrial. Penetro lentamente, el dolor que procede de mi maltrecha pierna es acuciante, mi corazón a punto de estallar, el pecho me arde. Alzo la vista, el espectáculo es desolador, las mismas puertas del infierno se postran ante mí, cuerpos mutilados, despedazados, como si fueran reses de ganado, engendros con formas dispares, visiones capaces de turbar el ánimo de cualquier ser humano. Súbitamente, un afilado gancho de acero pasa a un centímetro de mí yugular. Pero mi enemigo ha cometido un error, es lento. Abandono el estado de shock que me paraliza, agarro otro gancho colgado justo encima de mi cabeza, la adrenalina sustituye al miedo, clavo con firmeza el afilado acero en sus flácidas carnes. Forcejeo, me golpea en el ojo izquierdo, pero aprieto su grasiento cuello hasta que noto que deja de patalear. Consigo zafarme con las últimas fuerzas que restan en mi magullado ser, salgo, cierro la puerta de la cámara. Sangro a borbotones. Estoy exhausto. Apoyo mi espalda sobre la puerta, me siento. Cierro los ojos por un momento, aún resuena en mi interior el fragor y los ecos de la refriega cuando exhalo mi último hálito de vida.