Hace más de treinta años que una roca de fuego cayó del cielo e impactó con toda su fuerza en el patio del colegio de niñas del Auxilio Perpetuo, durante la hora del recreo. Algunos dicen que no se salvó ni una.
Desde entonces hay un muro alto que rodea el patio y unos perros guardianes negros y fieros que no permiten que se salte al otro lado.
Ayer estuve jugando con mi hermano pequeño a la pelota. Le dio un fuerte puntapié y cayó detrás del muro. Gritamos a las niñas, silbamos a los perros y lanzamos piedras, pero no recibimos respuesta alguna.
Cuando ya regresábamos a casa, mi hermano se soltó de la mano y se internó en el patio a través de una pequeña reja oxidada, escondida entre los matorrales. Le supliqué que regresara inmediatamente porque había oído unas historias aterradoras sobre el ruido que producían las dentelladas al triturar la carne y los huesos. Pero no regresó. Yo llevaba un tirachinas en el bolsillo, así que cogí una piedra grande del suelo y seguí los pasos de mi hermano. Cuando crucé al otro lado pude reconocer horrorizado su pequeño brazo destrozado y lleno de sangre. No lo dudé ni un segundo, afiné mi puntería porque quería acabar con todos aquellos monstruos, en especial con la más gorda, la que llevaba la falda a cuadros con el pelo recogido y achicharrado.