La chimenea proyectaba sus luces y sombras sobre las paredes de la estancia y el constante crepitar de las llamas colmaba el silencio cargado de tensión. Dos mujeres se daban la espalda, en el sofá reposaba un enorme bulto. Las gotas de sangre comenzaron a resbalar por las esquinas de la tela que lo cubría y producían un ruido sordo al golpear la superficie de la alfombra. Con la llegada de las doce el reloj de pared desató su melodía y las dos se quedaron inmóviles escuchando con atención.
Esposa y amante se acercaron cautelosas hacia el sofá donde el hombre al que ambas decían amar se estaba despertando de la muerte. Horas atrás le habían quitado la vida y ahora se la habían devuelto con un antiguo rito. Todo tiene un precio. Y traer de vuelta a alguien de la muerte se paga con carne y sangre. El despecho les hizo matarlo con sus propias manos y el supuesto amor les hizo traerle de vuelta. El hombre emitió un chillido agudo. Las mujeres observaron al engendro, que se erguía y se quitaba de encima la cortina. La piel morada e hinchada reflejaba la luz de la lámpara de techo, los ojos al rojo vivo parecían a punto de estallar. Entre gemidos y movimientos burdos consiguió colocarse el cuello roto y se inclinó hacia la amante. Ella fue incapaz de moverse mientras el engendro se acercaba. Este acarició su cabello emitiendo un gruñido. Embistió a la joven y comenzó a devorarla. Le arrancó pedazos de carne dejando paso a un río de sangre que salpicaba por todas partes, le despedazó la ropa y separó los huesos de las articulaciones. Los únicos sonidos que se escucharon los siguientes minutos fueron los desgarros de la piel y los músculos, el ruido de las salpicaduras de los fluidos, los gritos de dolor de la mujer.
Una vez hubo terminado sólo quedaron los restos esparcidos sobre la alfombra. El engendro suspiró satisfecho. Su esposa salió de la habitación y regresó con unos trapos. Se agachó al lado de su marido y comenzó a limpiarle la sangre de la cara con grotesca ternura, feliz de poder estar solos otra vez.