Aunque esta historia habla sobre mí y mis incursiones gastronómicas, no te desanimes, quizás algún día también sea tu historia.
La noche vibraba con las luces festivas y la calle bullía alborotada por el ir y venir del gentío. Yo estaba parada frente a la cristalera del restaurante, arrebujada bajo un abrigo nuevo que me dejaba las piernas al descubierto. Arrojé miradas de soslayo a uno y otro lado de la calle, y como mi cita no daba señales de vida empecé a sentirme más y más inquieta.
Al cabo de un par de minutos reconocí su rostro entre la multitud. Él me saludó con la mano mientras se apresuraba a recortar la distancia que nos separaba. Nos sonreímos, nos dimos dos efusivos besos en las mejillas y sentí un hormigueo de impaciencia al prever que aquella noche podía ser la noche.
Entramos en el restaurante y gracias a la iluminación enseguida me di cuenta de que mi acompañante no había sido del todo honesto con la edad. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. Tal vez parezca una tontería, pero fue un detalle que me molestó. Sin embargo, lo pasé por alto en cuanto se desabrochó el abrigo. Era de constitución robusta, sin llegar a obeso, barba lampiña y frente amplia: un buen espécimen fofisano. Llámame loca, pero los prefiero así; durante una temporada probé a cenar con fibrosos machos de gimnasio y te aseguro que son agotadores.
El camarero nos acomodó en un discreto reservado junto a la cocina. Pedimos entrantes para compartir. Mi cita eligió una ensalada y yo un filete que ya había probado con anterioridad. Buena parte de la charla que llegó a continuación resultó intrascendente y aburrida, aunque hice de tripas corazón y me aseguré de cosechar cierta información que me pareció interesante, como su ferviente vegetarianismo o que era un hombre terriblemente solitario.
Trajeron los platos principales. Clavé el tenedor con saña, corté, y me llevé la carne, tierna y sabrosa, a la boca. Con este primer bocado me llegó el recuerdo de mi última cita. Había sido una estudiante universitaria de intercambio; delicada, inteligente y, sencillamente, deliciosa.
El cocinero no tardó en llegar para preguntarme acerca de la calidad de la cena y yo solo pude responder que estaba completamente satisfecha porque la carne estaba en su punto.
Tal fue mi entusiasmo durante la pitanza, casi orgásmico, que mi acompañante empezó a sentirse incómodo, a poner escusas acerca de que mi afición por la carne era incompatible con su estilo de vida, y a punto estuvo de abandonar la velada.
Tan solo conseguí retenerlo en su asiento después de lamerle la carrillera, prometerle una noche irrepetible, y alejarme contoneando el trasero hasta los aseos.
Aguardé cinco minutos para que despacharan la entrega sin problemas. Cuando regresé a la mesa, mi cita ya no estaba y al cruzarme con el cocinero advertí que se hallaba eufórico: siempre había apostado por la mejor materia prima, siempre por lo auténtico.