Ha sido un bonito cumpleaños, le han regalado la muñeca que esperaba y ha nevado todo el día. María cierra los ojos con fuerza para concentrarse en ese instante en el que, con dos espasmos, saca de la cama el frío que queda dentro. Su madre la envuelve en sábanas hasta que no queda hueco por el que escape el calor. Luego la besa, sonríe, y sale de la habitación en silencio.
Le gusta dormirse observando la sombra de Mamá aparecer y desaparecer sobre la línea de luz bajo la puerta. Ese parpadear negro la ha calmado desde que era bebé, pues mete en la habitación la figura omnipotente que la protege de todo.
Hoy, desde su canelón de franela, ve surgir dos círculos brillantes en un rincón de la estancia oscura y gira la cabeza por instinto. Entra algo de claridad de la luna, reflejada desde la nieve, a través de la cortina azul.
Las esferas son los dos ojos de un viejo enjuto, encajado entre las paredes de la esquina, y miran a María.
La pequeña quiere gritar, pero solo emite un gemido agudo con el poco aire que le queda dentro. Su madre la ha aprisionado tanto en las sábanas que ni siquiera puede separar los brazos del torso cuando intenta moverse. Su cara desnuda está expuesta. No es capaz de retirar la vista de los ojos de aquel hombre. A María le asedian la mente espíritus negros de cuentos que no quiso oír, ladridos del perro que años atrás le saltó a la cara, el fuego eterno del que le hablan en catequesis y quema la piel. Todo a la vez se une en una bruma densa que trepida alrededor de la cara de cera del ser. Quiere creerse dormida, pero el viejo es mucho más real que el miedo de las pesadillas más certeras. El ente acerca su cabeza sin pupilas hacia la pequeña con un crepitar sordo de bolsa de papel y la luz vuelve azul su piel blanca y agrietada. Como una bomba de miedo, explota entonces en la garganta de María, y no en otro sitio, un chillido roto y agudo.
Su madre atraviesa la puerta y enciende la luz, asustada, temiendo como solo las madres temen, cuando temen por sus hijos. María, cielo, qué pasa. La niña tiembla y llena de sudor helado las sábanas que minutos antes han sido refugio y luego cárcel. Su madre lee en su gesto algo que no ha visto en ella antes. Estás empapada, si no has tenido tiempo de dormirte. María sigue atenta a la esquina vacía, ella la sabe habitada. Mamá apaga la luz de la habitación y deja encendidas las del resto de la casa, no piensa dormirse cuando cierra la puerta y se tumba con su hija.
Sin embargo, cae rendida antes de encontrar palabras de consuelo que pronunciar.
Fría e inmóvil, como una niña disecada, María observa las sombras bajo la puerta que tantas veces la han tranquilizado.