BOLA DE CHICLE
Nunca olvidaré la despedida de soltero de mi amigo Tomás. Queríamos que fuese una despedida divertida pero con clase y por ello elegimos un conocido restaurante para tal celebración por el carácter retro que tiene y su buena cocina. Éramos tan sólo siete comensales y nos tenían habilitado un pequeño salón el cual jamás me había fijado en él y ni siquiera sabíamos que existía. Parecía puramente como si fuese el despacho de un escritor de primeros de siglo con esas estanterías rodeando toda la habitación repleta de volúmenes antiguos y polvorientos y en medio del techo, una gran lámpara de araña que hacía honor a su nombre. Al principio la verdad que nos chocó un poco, pero con los primeros brindis que hicimos, el lugar cada vez nos parecía más encantador. Los camareros nos juntaron tres pequeñas mesas para que estuviésemos más a gusto y holgados. Las mesas eran de mármol, dos de ellas de un profundo negro brillante y la del medio totalmente blanca con algunas betas. Al principio nos reíamos de dichas mesas, pues nos parecían puramente fichas de dominó antiguas. Los dos camareros que nos atendían, Julio y Ernesto según se llamaban entre ellos, la verdad que nos cortaban un poco nuestro rollo, pues aparte que nunca los habíamos visto allí sirviendo, eran muy serios y con aspecto de rostros antiguos, pero en fin, eso no nos podía estropear nuestra velada. Nuestro amigo Pedro, comenzó como siempre a amenizar la mesa contando los últimos chistes que había escuchado y al unísono todos los demás, le pedimos que por favor se sacara el chicle que llevaba siempre por costumbre y este al no saber dónde ponerlo, lo pegó debajo de una de estas mesas. El seguía contando sus anécdotas graciosas pero seguía con la mano bajo la mesa, hasta tal punto que le dijimos que qué es lo que estaba haciendo con la condenada bola de chicle, a lo que nos contestó que en la mesa había letras escritas en relieve. Tanto insistió, que aprovechando que los camareros estaban en la cocina a por el segundo plato, todos nos agachamos bajo las mesas y con la luz de los móviles apuntamos y… ¡Sorpresa! Las mesas eran claramente tapas de nichos con sus inscripciones, pero como estábamos debajo de ellas, nos era muy difícil el poder leerlas con claridad, por lo que decidimos que les daríamos la vuelta, cuando estos camareros les tocasen ir a por los postres y así lo hicimos. Los siete nos quedamos pálidos al leer los nombres de las mesas de mármol negras, en uno venía el nombre de un tal Julio y la otra la de un Ernesto. A toda prisa y para que no nos descubriesen, leímos la tercera mesa y colocamos todo de nuevo como estaba. Cuando entraron los camareros, se nos quedaron mirando fijamente a los ojos para decirnos que el postre nos lo traería la artesana pastelera Verónica, el mismo nombre que la mesa blanca.