El acomodador entra en la sala de proyecciones. Es un espacio regio de techos altos y paneles verdes, de marrones apagados en los laterales. Está vacía, la pantalla en blanco. Afuera, el jolgorio de los espectadores que se marchan. Una nueva fila hace cola en las taquillas. Las lámparas están encendidas. Todavía resuena algún crujido en los asientos de ese viejo cine. El acomodador entra y limpia la moqueta amarilla. Maldice entre dientes mientras recoge cubos de palomitas, vasos, algún chicle. Cuando acaba se sienta en la primera fila. Busca en su bolsillo y encuentra una fotografía de su mujer. La recuerda: cabello largo y negro, manos delicadas. Resopla, aprieta los dientes. Mira su reloj y se marcha arrastrando torpemente el carro de basura. Todo queda quieto, en silencio. Parpadean las luces. Se apagan y encienden las del techo. Tiemblan los cristales. El presagio. En la pantalla aparecen unos fotogramas quemados. Suena música de piano, una pieza clásica. La moqueta se estira. Sombras en las paredes. Sin más, todo se detiene y queda en negro: la oscuridad. El acomodador abre entonces las puertas. Los espectadores esperan para entrar. El acomodador le da varias veces al interruptor. No funciona. Se disculpa. Decide iluminar con la linterna. Por parejas, en grupos de tres o cuatro entran y ocupan sus asientos. Parece que nunca se acabará ese hormigueo de personas. El público se sienta entre risas, celebran la oscuridad y murmuran. Algunos silbidos. Algún «bah». Algún «es una vergüenza». Algún «es un cine de mierda». Cuando acaba, el acomodador cierra lentamente las puertas. Estruja la foto en su bolsillo. Se estira el chaleco. Desaparece. Entonces, de nuevo el fuego y las llamas. Los gritos. Los golpes. Los huesos calcinados y los ojos brillantes. La melodía sobrehumana. Garras. Y la escena que se repite al día siguiente. Una condena. La extraña anomalía de la muerte. El acomodador que entra a la sala de proyecciones. Está vacía, la pantalla en blanco.