—Tome la diagonal y cuando llega al semáforo doble a la izquierda. A media cuadra, verá una puerta verde con una luz arriba. La va a ver. No se puede perder, don.
Bermúdez marchó siguiendo las indicaciones. Le habían dicho que el Bingo era el único lugar donde podría encontrar alguna distracción en Colonia Liebig. Ese pueblito perdido de la provincia de Corrientes, pegado a la frontera con Misiones, no tenía otra cosa en qué matar el tiempo. Se había cansado de recorrer negocios con su maletín de viajante y sus muestras. Magro resultado: poco interés, alguna promesa y sólo un par de ventas.
Al caer la tardecita, exhausto por el viaje y deprimido, se durmió vestido en el cuarto del hotel, pero se despertó a medianoche y salió a tomar aire.
Entró en ese tugurio de luz mortecina, ruidos tintineantes de máquinas tragamonedas y humo flotante. Unos pocos clientes jugaban absortos en las luces de sus máquinas, presionando compulsivamente el botón girar.
Paseó su mirada por los presentes. Ninguno había reparado en la entrada de Bermúdez. Parecían autómatas concentrados en sus pantallas, como hipnotizados por las figuras giratorias.
Se acercó a una mujer de cabellos largos y lacios. Ella desvió la vista de la máquina, sobresaltada. El la contempló durante unos segundos; tenía una mirada vacía, que a poco se convirtió en extraña, como implorante. Siguió su camino hacia otro jugador, que a su vez lo miró con ojos llorosos. Y así, todos, hombres y mujeres lo miraron por un instante muy breve, como si apenas pudieran distraerse de su juego. Inmediatamente, como respondiendo a un llamado imperioso de sus máquinas, volvían obsesivamente a las apuestas. A él le pareció adivinar en esos rostros lívidos, un mudo mensaje, una callada advertencia.
Observó una de esas máquinas frente al asiento vacío. Parecía invitarlo, con su juego de luces intermitente. Se percibió extrañamente atraído, por lo que se sentó frente a ella y se dispuso a jugar.
A los pocos minutos sintió que la voluntad lo abandonaba. Quería parar y no podía. Sus manos no le respondían, seguía apostando y viendo correr los rodillos, mientras su cartera se vaciaba y sus bolsillos iban entregando los últimos escasos billetes. Había perdido todo control sobre sus actos y sólo su mente, consciente del hecho, entraba rápidamente en pánico.
De pronto, entró una persona al local. Parecía sorprendida. Bermúdez apenas pudo mirarla por unos pocos segundos. En ese brevísimo instante, quiso hablarle, pedirle auxilio, pero sólo logró clavarle una mirada llorosa e implorante.