En una mesa junto a la ventana espero impaciente a terminar el café para poder adentrarme
en el aparcamiento de la Plaza del Carmen. Me espera una noche de espeleología bajo la
ciudad.
El guarda sube a fumar su cigarro, tengo diez minutos para bajar y descerrajar la puerta
escondida de la segunda planta. Un chasquido metálico ensordece el lugar y el bofetón del aire
viciado de siglos atrás me golpea. Me ajusto la mascarilla y el frontal. Al cerrar la puerta, todo
es oscuridad a pesar de la luz que llevo en la frente.
La ilusión del silencio es sobrecogedora, tras mi respiración en un sitio así, los sonidos reales o
inventados no se distinguen. Mi reloj pita, ha pasado una hora. Ya no sé cuantas veces lo he
escuchado, ni cuantas veces he girado ni a derecha o izquierda. De pasillos angostos a otros
semiderruidos, llenos de cieno, de excrementos putrefactos, restos de azulejos, gravilla o más
barro. Algunos tapiados y otros fuertemente cerrados.
¡No estás perdido! Me digo. Respiro y algo llama mi atención. Un golpe seco y un aullido. Un,
dos, tres golpe y aullido. Un, dos, tres golpe y aullido ¿avanzo? Sí, estoy avanzando antes de
que mi cerebro me diese una respuesta. Una bifurcación. Golpe delante, aullido izquierda y …
¿una luz a la derecha? El sudor me nubla la vista, el corazón late desorbitado. Una puerta
semiabierta, golpe, aullido y luz están detrás. Con pulso tembloroso empujo la puerta, siendo
el chivato de mi presencia los goznes oxidados. Una habitación enorme abovedada de ladrillos.
Un gran foco central ilumina con luz fría la estancia. Hay varias camillas por la habitación y un
olor a sangre; no, a sangre no, a matanza y casquería. Hay un biombo que gime como si pidiese
clemencia. La luz se apaga y todo queda en penumbra. Miro de un lado a otro intentando
alumbrar con el frontal, pero no veo nada.
¡Oigo pasos! Algo metálico araña el suelo. Corro hacia todos lados y me choco contra una
pared, contra una camilla, contra un cuerpo frío e inerte. Encuentro la puerta y salgo con el
corazón desbocado. Oigo tras de mí el metal arañando el suelo como si de una procesión se
tratase. Corro y corro, me tropiezo y me vuelvo a levantar. Sin saber cómo, acabo en un túnel
sin salida y el metal sigue arañando detrás. ¡Dónde está la salida! Encuentro una pequeña
puerta. Tiro hasta que al fin se abre. Me lanzo al otro lado y justo en ese momento se asoma
una sonrisa sádica. Echo a correr ¡Oh dios! Parece como si el suelo temblase. Me vuelvo a
mirarle y escucho a oírle decir: “Bienvenido al averno”. Al mirar hacia delante, una gran luz me
ciega y la bocina de un tren me cierran el paso.