Contemplaba su propio entierro desde el borde de la fosa. Giró la cabeza a ambos lados y le pareció que sus movimientos se producían a cámara lenta. Se sentía sereno, degustando su nuevo estado, sin rastro del pesado traje que había vestido durante sesenta años. Percibió a dos seres con aspecto angelical que le sujetaban por los hombros. Aquello le reconfortó aún más si cabe. Al volver a mirar al frente reconoció enseguida a su viuda y su hija, ocultas tras unos tupidos velos al lado del sacerdote que entonaba con cierta desgana una letanía en latín. Detrás de ellas, no menos de treinta personas, casi todos los habitantes del pueblo. Quedó complacido de que hubieran seguido sus instrucciones tal y como había indicado en su testamento veinte años antes: sepultura individual en el mejor sitio del cementerio y un féretro de madera de cedro.
El ronco sonido de la primera palada de tierra sobre la caja le produjo cierto desasosiego. En cada ocasión que tenía que escucharlo le venía a la mente la imagen de las piernas de su padre, balanceándose lentamente a un metro de altura. Se había ahorcado en el salón de su casa tras asesinar a su madre cuando él tenía diez años. Con el último “Amén” volvió a sentirse en paz. El sepulturero se afanaba con destreza para acabar la tarea cuanto antes. Anochecía y debía tener recogidos sus bártulos antes de cerrar las puertas.
Ya en soledad junto a sus guardianes, sintió un profundo escalofrío al observar una mueca de sonrisa en sus rostros al tiempo que comenzaban a hundirle lentamente hacia las profundidades. Les suplicó entre chillidos que continuaran hasta los infiernos al advertir que el destino del viaje era el ingreso en su cadáver yacente. Volvió a saborear el veneno. Para entonces nadie oía los golpes en el ataúd ni sus gritos maldiciendo una vez más a su mujer.