Abro los ojos y veo a Natalia inconsciente y maniatada delante de mí. Su pelo es una maraña de sangre reseca que le cubre la cara y, de lo que queda de su vestido, asoman sus rótulas amoratadas y con heridas abiertas.
Solo recuerdo que nos han seguido en un coche hasta que tres hombres consiguieron meternos dentro de él. Nada más. Por lo visto con mi amiga ya se han divertido bastante y supongo que pronto vendrán a por mí.
A pesar del temblor de mi cuerpo, consigo desatarme y salir al pasillo. No hay nadie en él. Avanzo sin separar la mano de la pared, como si pudiera agarrarme a ella en caso de ver la figura de un hombre aparecer, de pronto, a contraluz. Hay dos bicicletas estacionadas y un andador que se usa para tender la ropa. Sin querer, lo golpeo con la cadera y este emite un gruñido metálico. Me sobresalto y ahogo un chillido en mi garganta.
A pocos metros está la puerta de salida, pero antes de alcanzarla oigo un sonido que procede de las escaleras. Retrocedo hasta la altura de las bicicletas y me detengo delante de una puerta de madera que parece un armario de pared. Instintivamente, mi mano se adelanta hasta acariciar el picaporte, pero se detiene. Hay una parte de mí que no quiere abrir esta puerta.
Me alerta el golpe de un antiguo ascensor al pararse en el rellano y me quedo paralizada. Después, unos pasos y el sonido del hurgar en la cerradura del piso hacen que me meta en el armario empotrado sin mirar dentro.
Algo punzante presiona mi espalda y una especie de tela de araña cae por mi cabello. Huele a descomposición, a moho y a medias sin lavar durante años. Consigo en mi estrechez taparme la nariz y, al hacerlo, mi hombro choca con un objeto que cae encima de mí como un brazo inerte.
Los pasos de un par de personas se detienen en el pasillo.
—¿Has oído eso? —pregunta la voz de un hombre.
Noto dos picotazos a la altura de las rodillas y me imagino que estoy encerrada con partes de un cadáver descuartizado a las que los bichos han comenzado a devorar. Encojo los hombros bajo el súbito aguijonazo del miedo. La sangre golpea mis sienes y siento la boca áspera. Algo con patas y peso asciende por mi pantorrilla. Estoy al borde de un ataque de pánico.
—Miremos si las dos chicas aún siguen ahí.
Los pasos se alejan y aprovecho el rugido de una cadena del váter para abrir el armario y deslizarme hacia fuera sin querer mirar dentro.
Consigo alcanzar la puerta de salida. Bajo las escaleras a trompicones y salgo a la calle para pedir auxilio. Horrorizada descubro que fuera no hay nadie que pueda ayudarme. Por detrás, dos manazas fuertes me agarran del pelo y del brazo y me tiran hacia dentro.
Después el terror, y luego la muerte.