Un dolor que recorría todo mi cuerpo me despertó del sobresalto propio de una caída onírica al vacío. Pero todo seguía siendo oscuridad.
El pánico se apodero de mi al instante. Intente gritar y correr de donde quisiera que estuviese. Al estar amordazado, solo yo pude escuchar mis gritos de desesperación. Rápidamente se transformaron en sollozos.
No podía mover ni un solo musculo. A pesar de que implorase a mi cuerpo que se moviese, este solo respondía con una presión cada vez más intensa y dolorosa.
¿Dónde estoy? ¿Qué me han hecho? ¿Por qué no puedo moverme? y otras tantas preguntas me surgieron al unisonó.
Buscando alguna respuesta, alguna esperanza, noté una vibración grave y continua, crujidos y engranajes chirriantes. Junto a estos, el eco de unos gorgoteos que me eran muy familiares, como densos líquidos mezclándose de forma continua.
Valiéndome del olfato, me encontré con un aroma de humedad y oxido, aunque por encima de estos destacaba un olor peculiar, un olor arcilloso.
De repente empecé a oír unos pasos que se acercaban, acompañados por un silbido de tranquilidad vacilante. Mis receptores de peligro se activaron, imaginándome atrocidades que pudiese hacerme, sumiéndome en la locura, intente escapar, tensando mis músculos todo lo que podía, usando las fuerzas de quien tiene la muerte de frente. Fue totalmente inútil.
—Vaya, te has despertado para el mejor momento —exclamó una voz jovial mientras me acariciaba la cabeza con un espeluznante cariño—. Te va a encantar, estarás muy orgulloso de lo que hemos conseguido.
Intente hablar, pedir ayuda, explicaciones, todo a la vez. Pero a través de la mordaza solo se escuchaban gemidos y lamentos.
—Considero que el artista debe conocer a su obra, al igual que su obra debe conocer al artista, y, ante todo, una obra debe conocerse a sí misma —habló mientras notaba su mano buscando desatar el nudo de mi venda—. Te quitaría la mordaza, pero no aguanto ni los gritos ni los llantos.
Cuando me quito la venda, mis ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la cegadora luz.
Entonces logre ver, y lo primero fue una estatua.
Representaba a un minero. Capturaba el movimiento de su pico en el momento preciso en el que golpeaba el suelo. Mi mirada siguió ascendiendo, hasta que se encontró con un rostro que no era de piedra: con mi propia mirada. Mi rostro estaba tan paralizado como la piedra que me cubría.
—Hace unos días, —explicó, moviéndose en las sombras— mientras trabajaba como la escultura del carretillero, robaste mi recaudación. No ha sido la primera vez. Pero será la última.
—Ah, no te preocupes por el casco. Eso ira después. Los detalles son importantes.
—¿Cuántos años llevas pidiendo como si el mundo debiese ayudarte por pena? Incluso llegando a insultar a quienes te ignoran. Es lamentable.
—A partir de ahora te ganarás lo que te mereces. Y no tienes que darme las gracias, será un placer hacerte inmortal. Bienvenido al espectáculo, compañero —sentenció mientras vertía una mezcla arcillosa por mi cabeza.