Ocho cañas negras articuladas; ocho patas que se mueven sincronizadas como las bielas de un motor renegrido por el aceite quemado; que terminan en ocho uñas puntiagudas: ocho pies calzados con botines de tacón confeccionados a medida con piel de araña.
Una araña tiene el cuerpo cubierto por un abrigo negro de piel de araña. Sus cerdas grasientas hacen que las gotas de lluvia resbalen sin mojarla.
Tiene ocho ojos, tantos como patas, pero son casi ciegos, como lentes ralladas de periscopios, que en lugar de ver intuyen, pero que pueden ver tu miedo, porque saben que el cálculo cabalístico por el que han sido ordenados esos ocho ojos tenía como único objetivo provocar el terror.
El apestoso vientre de una araña está siempre preñado y en su interior esconde una factoría-telar en la que treinta mil obreros, esclavos ciegos, hilan ―día y noche― la fibra con la que se tejen las pesadillas.
Una araña no se aparea por amor; ni siquiera por concupiscencia; ni siquiera por codicia. No llegan a tocarse; el pequeño macho deposita el esperma en un sitio oscuro y luego la hembra lo recoge con sus patas peludas y se lo inserta ella misma en el cuerpo. Casi siempre la hembra termina por devorar al macho; por consumirlo como si fuese un aperitivo; como si fuese un aperitivo crujiente, un tentempié asiático demasiado amargo pero apetitoso, porque mientras cruje y deja salir los jugos de su interior, siente cómo entre sus mandíbulas la vida se debilita entre espasmos, y es solo en ese momento extremo cuando la araña hembra alcanza el placer supremo; cuando el esperma ya es de su propiedad y lleva rato en el interior de su cuerpo, alimentando a los obreros ciegos del telar.
Una araña siempre está dispuesta a introducirse en tu oído, en tu nariz, en cualquier orificio de tu cuerpo mientras duermes, y hacer allí su nido en silencio, y solo te darías cuenta porque al cabo de unos días notarías un cosquilleo, una efervescencia de huevos eclosionando y las verías salir. Verías a miles de minúsculas arañas-soldado desplazándose como el derrame de lava de un volcán o como granos de la arena negra de un reloj de arena roto sobre el suelo. En el momento en que despiertas, mientras compruebas que no te puedes mover; que solo aciertas a abrir los ojos y no los puedes volver a cerrar: tus propios ojos te obligan a ser testigo de la eclosión de millones de arañitas sin que puedas hacer nada, porque algún veneno ha paralizado tu cuerpo.
Y ves cómo tus ojos abiertos se van secando, y cómo miles de arañas crujientes se te acercan y se miran en tus pupilas, se miran miopes, como si tus ojos fuesen espejos de niebla, y se acomodan en tus párpados, en tus lagrimales, y desde allí chupan el blanco de tus ojos para comprobar que eres comestible, antes de envolverte con su tela hasta que te asfixies; antes de devorarte.