A ella, la odian. La inicua sentencia aguardó -con feroz sigilo- el preciado "momentum", (siglo, década, año), pero, sobre todo, el gobierno perfecto: "estado de gracia donde la impiedad se corona de gloria, por la vomitiva condescendencia de la inmoralidad parasitaria."
Cuarenta y ocho horas después del homicidio -soterrado y diabólicamente premeditado- de su padre (un abogado nonagenario, secuestrado en su residencia veraniega por el individuo en quien más confiaba), ocurrió la abominación inusitada. ¿La perpretadora?... Una octogenaria que esconde su malignidad bajo la honorable fachada del fariseismo exacerbado. ¿Los cómplices?... La caterva de reptiles que tienen sus guaridas en la urbanización El Paraíso. ¿La causa ficticia?... ¡La herencia! ¿La auténtica?... ¡Odio! Ella nunca venderá sus principios. Ha padecido incesantes humillaciones por su incorruptibilidad. Pese al luto inopinado, había salido a impartir una clase, y a comprar la fruta que su escaso presupuesto le permitía.
"El ladrón entra solamente a robar, matar y destruir." (Juan 10:10).
-"Ni una lágrima has derramado por el hombre que te lo dio todo..."
La señora continuó su indolente y arrogante travesía hacia sus aposentos. Ella respiró el brutal silencio que recibió como respuesta. En ese instante, empezó la conminación vilmente orquestada.
-"¡Sal perra, pa' darte tu paliza!", enunció una voz femenina desde la casa de al lado.
Repentinamente, sonó el timbre. Bajó las escaleras, se asomó por la ventana y, la sorpresa inenarrable: dos guardias "bolivarianos", portando armas de alto calibre, escoltados por una piara inverecunda, aguardaban. Con su habitual senequismo -y modales británicos- acudió al encuentro de los ilustres visitantes. Exhibiendo altiva procacidad, la interpelaron, alegando que tenía una denuncia por agresión. Entraron, con la seguridad victoriosa de los esbirros que están a punto de apropiarse del botín: ella. Amenazándola, llegaron a la habitación de la señora, quien, súbitamente abandonó los brazos de Morfeo para recibir a los heraldos que portaban su anhelado "edicto real". A ella le ordenaron que saliera y, como no tenía ya algo más que perder en la vida, sino su vida, oró, en la privacidad de su mente. (-"Padre Omnipotente de Jesucristo: voy hacia Ti. En tus manos encomiendo mi espíritu.")
Como la verdad es una lámpara encendida por un relámpago fulgurante, la señora negó las agresiones. Sin embargo, cuando los "defensores de la patria" abandonaron su habitación, los persiguió para cambiar su declaración. Ella, observando la efusividad -repulsivamente edulcorada- de la "dama", dijo:
-"Sólo se trata de que digas la verdad."
-"¿A nombre de quién está la casa?", preguntó un mesnadero.
-"A nombre de la señora."
-"Alguien más pasará por aquí", afirmó el mismo patriota.
Bajando las escaleras, ella les preguntó:
-"¿Por qué no están cumpliendo con las verdaderas funciones que les competen?"
-"Bueno, sí... Pero hoy nos mandaron para acá...", contestó el soldado que había mantenido una conducta pasiva.
La cáfila de ignominiosos acechaba con sus piedras en las manos, ávida del espectáculo circense del odio maternal. ¿El parricida?... ¡Brindando en la isla!