La vio nada más abrir los ojos y quedó paralizado. Amparada en las sombras, mimetizada con el claroscuro que las primeras luces del alba le proporcionaban y oculta en el rincón, aquella criatura horripilante acechaba. ¡Era enorme! Notó que ella se había sentido descubierta. Ambos se quedaron alerta, inmóviles. Él, desde su cama, agarrando las sábanas hasta hacerse sangre en las manos, tapado casi por completo, esperando que ella diera el primer paso o que aquella visión se desvaneciera.
Ella aguardaba en el rincón, quieta. Era una grandísima araña, puede que fuera un ser ancestral, un antepasado de la tarántula o de la viuda negra.
Él continuaba petrificado, apenas distinguía el brillo metálico de los ocelos pero los sentía como hierro candente en su piel. Sabía que se convertiría en presa fácil entre sus patas, esas enormes patas que, así de pronto, se le antojó que medirían entre treinta y cinco o cuarenta centímetros y que ahora estaban en posición de ataque. Su aracnofobia se había acrecentado en un doscientos por cien. Las palpitaciones de su corazón eran tan fuertes que parecía un retumbar de tambores de guerra. Sintió un palpitar frenético en sus sienes, creyó que su cabeza iba a estallar.
El bicho permanecía quieto, no se había movido ni un centímetro. Sin duda esperaba el momento propicio para atacar.
Intentó relajarse, respiró hondo y cuando sus brazos parecieron obedecer a su cerebro, sacó lentamente una mano, la alargó hasta el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche.
En ese momento un rayo de luz pasó por las rendijas de la persiana. Impactó en el rincón donde permanecía oculto el arácnido. Le pareció que este se había movido. El corazón bombeó más fuerte.
Ese día no se presentó en el trabajo, no contestó al teléfono, ni acudió a la cita con los amigos. Los intentos por dar con él fueron inútiles. Todos andaban preocupados. Sus padres que también habían intentado localizarlo, decidieron acercarse hasta su casa. Lo encontraron en la cama, con una expresión de terror en su cama, mirando hacia un rincón de la habitación.
Esta parecía en orden, tan solo las sábanas algo revueltas, su ropa interior estaba en una silla y, en el rincón del dormitorio, su camisa y pantalón colgados en el perchero de pie.
Cuando sus padres se acercaron para ver qué era lo que señalaba, el hombre dio un grito y se desvaneció. Todos los intentos por recuperar sus latidos fueron inútiles. Nadie comprendió qué era lo que había visto. Allí en el rincón donde su mirada quedó detenida, solo estaba el perchero de cuatro patas.