Para Anita el miedo no nacía entre muertos vivientes venidos del más allá, ni en relatos de espíritus atrapados en espejos, ni en oscuros monstruos convocados por satánicos sortilegios, ni… No, el terror, el verdadero terror, se escondía en lo más familiar, en aquello que la rodeaba cada día y que la atrapaba en las redes de un destino que no comprendía. Para ella, el temor no era el miedo a la muerte sino el terror a la vida. Un pánico que comenzaba en el ruido de la cerradura cuando se abría la puerta de su casa, en los pasos que se acercaban haciendo crujir las escaleras, en las malhumoradas blasfemias mascadas en el pasillo, en los insultos que mancillaban su hogar, en el llanto contenido de su madre y el maquillaje que tapaba las cicatrices de su cara, incapaz de cubrir las peores heridas, las más profundas e invisibles, las que salpican el alma.
La noche era el momento del miedo. A sus casi siete años, Anita ya conocía cómo terminaba el día; el terror se encerraba entre las paredes de su casa con las raíces perpetuas de lo irremediable. Todo comenzaba con una sombría mueca de dientes teñidos por el alcohol y el tabaco, apoyada en el alfeizar de la puerta de su cuarto; el terror era una mirada lasciva con brillo etílico; una mano que se metía debajo de las sábanas de su cama mientras ella, aterrada, simulaba dormir; una voz que le susurraba al oído la misma frase: “Calla, esto será nuestro secreto” mientras profanaba su infancia. El terror era escuchar los insultos y puñetazos que terminaban con el sollozo lastimero de su madre tirada en el suelo de la cocina, con un hilo de sangre en la nariz, el pelo revuelto y rota a golpes mientras imploraba: “A la niña no”; en el aliento a borrachera y picadura de tabaco que vomitaba en sus sueños para atraparla en una pesadilla tan real como sus miedos. El terror se hacía presente en su casa en el atardecer de cada día, sin necesidad de presencias fantasmales, ni de sombras, ni de espíritus… El miedo era real y tomaba forma de cotidiana existencia para convertirse en una pesadilla recurrente que la ahogaba atrapándola en sus silencios. Anita temía abrir los ojos por miedo a que él estuviera allí, con su mirada lasciva inyectada en vino. Era mejor cerrar los ojos fuerte, muy fuerte, para que el miedo se fuese; aunque permaneciera a su lado con un aliento sucio y entrecortado.
El terror asfixiante no estaba en las historias de presencias espectrales o de mansiones de cristales rotos. No, el miedo tenía las llaves de su casa, comía en su mesa, vagaba increpando a su madre, se vestía de apariencias, rompía sueños mudados en pesadillas y atropellaba todo lo que su inocencia alcanzaba a entender rompiendo su niñez en cada crepúsculo. Para Anita el terror, el verdadero terror, renacía cada noche y llevaba el nombre de su padre.