—Agáchate ahora mismo y recoge el tenedor —ordenó papá.
Ana le miraba fijamente, con el rostro pálido, pánico en la mirada y el cuchillo en la mano.
Volvía a repetirse la misma escena que vivimos veinte años atrás.
Media hora antes, con la comida ya preparada, mi hermana miraba inquieta el reloj. Tenía mi colgante favorito entre sus manos.
El caldo se enfriaba en nuestros platos. Estábamos a punto de sentarnos a la mesa cuando, de repente, alguien llamó al timbre.
Me asomé por la mirilla y me quedé allí inmóvil. El timbre sonó de nuevo. Ana se acercó a abrir. Me retiré y antes de que pudiera avisarle de quién se encontraba al otro lado, abrió con decisión la puerta.
—Hola papá.
—Hola enana. ¿No le vas a dar un abrazo a tu padre?
Ana le invitó a entrar. Él avanzó por el pasillo, se paró a mi lado y tras mirarme con desprecio continuó hacia el comedor.
—Sí que ha cambiado todo esto. ¿Y los muebles? —preguntó papá mientras tiraba su abrigo en el sofá.
—Los doné —respondió fríamente Ana.
—¿Todas las cosas de mamá?
—Y las de Andrea.
—¿Y ese colgante que llevas puesto?
—Todas menos esta.
—¡Quítate eso ahora mismo! —le exigió papá mientras se lo arrancaba tirando de él—.
Papá se sentó a la mesa y comenzó la sopa.
—¡Siéntate!
Ana obedeció con lágrimas en los ojos y yo me quedé arrinconada en una de las esquinas del comedor. Nada había cambiado.
—¿Por qué lloras?
—Por Andrea.
—No vuelvas a nombrar a esa puta enferma.
—No estaba enferma. Vosotros erais los enfermos.
Papá lanzó su tenedor contra Ana. Ana agarró su cuchillo sin perder de vista a papá, que seguía comiendo.
—Agáchate ahora mismo y recoge el tenedor.
—Vete de mi casa.
—Esta casa era de tu madre —especificó papá mientras se levantaba bruscamente.
—Tú la mataste —sentenció Ana.
—Lo hizo tu hermana.
—¡Ella solo se defendía!
Ana se levantó rápidamente, apuntando a papá con el cuchillo.
—Mamá está muy decepcionada contigo.
—Mamá está muerta.
—Ella siempre ha estado aquí. Está detrás de ti y pide que te calmes.
Ana y yo nos giramos lentamente y vimos cómo una sombra se aproximaba hacia nosotros. Era mamá. Se acercaba sigilosa hacia Ana, con el mismo camisón y las mismas ojeras de cansancio. Mamá acarició una de las mejillas de Ana y le retiró un mechón de pelo de la cara. Pero en vez de soltarlo, dio un tirón muy fuerte y se lo arrancó de la cabellera. Ana soltó el cuchillo llevándose las manos a la cabeza.
—Estás igual de enferma que tu hermana. ¡Deja que te ayude! —gritó papá mientras la retenía.
Fue en ese momento cuando cogí el tenedor que estaba en el suelo y se lo clavé a papá en el cuello.
Ana salió corriendo desconcertada, cerrando la puerta tras de sí, dejando atrás de nuevo los gritos, la sangre y la locura.