-Salió todo bien. Felicidades. – dijo el cirujano.
-¡Gracias! – Juvenal abrazó llorando al profesional.
-Déjela descansar, estará cansadísima, cuando el efecto de la anestesia hallan pasado sentirá
dolores fortísimos, pasaré más tarde.
Juvenal ingresó en puntillas, se acercó a la mujer entubada, dormida. Acarició su rostro
cobrizo, besó su frente. Deseó con todas sus fuerzas padecer en su carne los intensos dolores
que ella sufriría. Lloró en silencio. Veía a su compañera , esa mujer iluminada que irradiaba
brillos encantadores, el destello de esos ojos negrísimos en los que tantas veces vio reflejado
su propio rostro, esa mujer con su sola presencia lo hacía mejor hombre, más humano, más
íntegro. Veía a esa mujer mientras su silencioso llanto no cesaba. ¿Qué sería de él sin ella?
¿Cómo seguir viviendo después de haber compartido con ella parte de su vida? Quemaría esa
cama, no era digno de dormir allí sin ella. Ella era la cama, la casa, la comida diaria, el aire...
ella era él.
Algo lo golpeó. Sintió desvanecerse, se apagaron sus ojos. Era consciente, mas sus párpados
no respondían, pesaban como anclas. Sentía levitar. ¿Eh? Sí, estoy levitando. Cayó en cuenta:
había muerto! ¿María? ¡Maaríaaa!! Silencio. Oscuridad. Él habría fallecido, ella no. Por eso no
la encontraba. ¿A qué se debió mi muerte? ¿Cobardía? ¿Sería ese egoísmo natural de no
querer sobrevivir a nuestros seres amados? ¡Pero su amor por María era, ES inmenso! ¡No! No
podría dejarla sola. ¡No! Vacío.
Una cálida caricia lo despertó, aunque no dormía. La levitación involuntaria continuaba como el
ancla en sus párpados. ¡Esas manos! ¡Esa forma de acariciar! Esa dulce, decidida voz lo
susurraba. Palabras sólo destinadas a él cuando se deshacían y volvían a nacer en convulsos
movimientos, únicos, inventados por y para ellos. Ese placer donde ambos se perdían.
Imposible oponerse. El deseo le tomó cada átomo del cuerpo. Estaba amándola, aquel amor
sentido, lento, hermosamente tierno. Luego vino el sexo furioso, con arrebatos delirantes
explotando en placer incomparable.
Exhausto, se desplomó extasiado. Pero ella pedía más (era una de sus gloriosas virtudes)
siempre ella pedía más, más amor al amor, más amor al sexo desenfrenado. Intentó explicarle:
pasó muchos días de angustia, de pánico por su repentino fallo que derivó en la arriesgada
cirugía a corazón abierto.
Rechazados sus alegatos, laxo aún para hablar, preguntó en qué momento pasó de la
anestesia a esa vitalidad.
Ella sonrió. Acarició el pecho de Juvenal, abierto al descuartizamiento asesino, él se miró, miró
los senos femeninos sanos. Buscó sus ojos negros mas chocó con pupilas blanquecinas y
hambrientas. Unas fauces descomunales comenzaron por comerse los pies y siguió
ascendiendo por su propio cuerpo ante la mirada desencajada e impávida de Juvenal que vio
desaparecer aquellos pechos tan suyos, los ojos del infinito lo vieron fijamente, estallaron en
luciérnagas de fuego que laceraban despegando la piel de Juvenal, supo que él era el siguiente
plato. Vio sus piernas desgarrándose, su corazón en la boca infame de María aún latía.