Habíamos ido a visitar la tumba de nuestro amigo. Se nos hizo tarde. Y nos quedamos encerrados. Nos encontrábamos lejos de la salida. La oscuridad se adueñaba del camposanto. El ronroneo de un gato rompió el silencio de la noche. Y empezó a llover. Corrimos para resguardarnos bajo una caseta donde, en otro tiempo, vendían flores. Iba tan acelerada, que no me di cuenta y me caí de bruces contra el suelo.
Él siguió avanzando. Ni siquiera se dio cuenta que me había quedado atrás. Grité su nombre, pero él no me escuchó. Le vi sortear las tumbas hasta detenerse más allá. Me levanté y comencé a caminar, cojeando, me había raspado las rodillas y me escocían bastante. Vi como él buscaba algo a su alrededor, quizás buscando la verja más cercana. Le vi girarse y caer hacia atrás. Pero a su lado no había nadie más. Aceleré el paso, hasta llegar a él. Pero cuando llegué, no había nadie. Él había desaparecido.
Un grito desgarrador me destrozó los oídos. Era su voz, le reconocí. Sin embargo, por más que miré, allí no había nadie. Solo estaba yo. Pedí ayuda. Golpeé la verja. Quería salir de allí. El miedo crecía dentro de mí.
De pronto, sentí un escalofrío en la nuca, notaba que había alguien detrás. No me atrevía a girarme, porque tenía la absoluta certeza que no era él. Mi respiración se volvió más pausada. Cerré los ojos y me aferré a los barrotes de la verja.
“Tranquila, son tus propios demonios, en realidad no hay nada”
Mi improvisado mantra no surtió el efecto esperado. Más bien lo contrario, pues un nudo se infló en mi pecho y no me dejaba respirar. Era como si algo estuviera presionándolo.
Y, de nuevo, la misma persona volvió a gritar, rompiendo el silencio de la noche. Entonces noté una caricia en el hombro y me giré con brusquedad.
Lo que vi me dejó sin habla.
Allí estaba él. Nuestro difunto amigo me devolvía la mirada, fría y llena de rabia.
Me llevé las manos a los labios, no podía apartar la mirada de sus ojos.
Los recuerdos de su muerte regresaron a mi mente. El coche destrozado. La camilla donde le trasladaron. Su madre llorando desconsolada. Un anillo sobre el asiento del copiloto. Un ramo de flores en el asiento de atrás. Minutos antes del accidente. Una sonrisa. Y un mensaje… El último mensaje que me envió.
Sus ojos, que se tornaron como el acero, reflejaban el dolor por el rechazo.
Estiró su mano, quería tocarme. Quise alejarme, pero mi cuerpo no respondía.
“Eres mía” Aquellas palabras sonaron en mi mente.
Quise gritar, pero la voz no me salía. Y él se acercaba más. Noté frío en mis pies y en mi corazón…
Cuando amaneció, estaba sentada sobre una de las tumbas. Vi mi cadáver a lo lejos, rodeado de policías. Él se había ido, dejándome sola. Ahora me tocaba a mi buscar otra víctima, para poder marcharme más allá.