En un pequeño pueblito vivía la familia Portillo Cruz, Don Nepomuceno Portillo y Eduviges Cruz, tenían una sola hija, Clara Almendra.
Tan hermosa como la luz de luna sobre las aguas cuando se reboza.
Como la muerte le tocó la puerta a la familia portillo llevándose primero a doña Eduviges de repente.
El pueblo lloró de pesar porque era la dama muy dadivosa, la niña Clara se derrumbada en chillidos estridentes. “Dios… por qué te la llevaste”
Eduviges era reconocida por sus dientes de oro.
Todos concurrieron al velorio en casa de los Portillo, en fila, uno a uno iban pasando por el féretro para darle una última y morbosa mirada.
Un trio de vagos y milanos nocturnos no fueron si no a corroborar que sus dientes siguieran allí.
Doña Eduviges acostada en el ataúd con un hábito blanco de monja virgen, sus manos posadas en el pecho, en sus fosas nasales dos recortes de limón y en los oídos dos motas de algodón.
La misa se celebró a las 4 de la tarde, el templo inundado de humos de incienso, curiosos y chismosas.
El sacerdote dijo oraciones, regó agua bendita y fue sepultada doña Alma Eduviges Cruz de Portillo.
En una esquina amparados ya por la oscuridad prudente de la noche, los amigotes tramaban al son de los licores, la hora para entrar al cementerio y hurtar, asaltar la tumba de doña Eduviges.
Saltaron las rejas del cementerio, tumbaron los adobes y sacaron el cajón entre los tres.
Escalofriantes aullidos nocturnos, el proceso es fácil, abrirle la boca y con tenazas arrancarle los dientes y salir volando.
Doña Eduviges abrió los ojos de repente y pegó un berrido lastimero que se escuchó en todo el pueblo, El trio quedó estupefacto, paralizados con un escalofrío recorriendo sus cuerpos al ver a la señora con los ojos abiertos y quejándose de dolor, los salteadores emprendieron la huida y se daban con los talones sobre la espalda, y detrás doña Eduviges con su nuevo portillo los perseguía diciendo: vengan, ayúdenme.
Abandonada doña Eduviges, no tuvo más remedio que caminar hasta su casa, y pedía ayuda a todo pecho.
Por todo el pueblo se escuchaban los alaridos.
El aguacero azotaba, la sangre de su boca se regaba por el blanco hábito, el cabello entrapado y suelto le caía sobre el rostro, y entonces llegó a su casa, mientras las chismosas tras los postigos no podían dar crédito a aquel espanto.
Don Nepo y su hija Clara, con velas en las manos abrieron la puerta para ver quién tocaba a esa hora de la noche.
Al abrir la puerta… dice doña Eduviges ahí parada cual espanto, he vuelto.
Cayeron de sopapo al suelo.
El aguacero silbaba tintineos, Eolo con sus largos tentáculos sacudía orate los hilos cual titiritero, y desde el cementerio se podían escuchar todas las campanitas sonando.
Bajo las cobijas nadie movió un pelo.