Alma se despertó pronto aquel día. Su padre le había pedido que se encargara de su puesto en el Rastro. No le importaba, al contrario, lo pasaba muy bien rodeada de aquellas baratijas antiguas e inútiles, imaginando a quién habrían pertenecido... Lo mejor era cuando alguien traía una cosa nueva para vender. Se había convertido en toda una maestra del trueque. Miraba los objetos que llegaban a sus manos, cubiertos en papel de periódico. Los desenvolvía con todo el cuidado que sus manos infantiles podían permitirle. Se los acercaba a la cara. Los olía. Los inspeccionaba con sus cinco sentidos. Se dejaba llevar por su imaginación y cuanto más extraño fuera el relato que le inspiraban, más segura estaba de que tenían que ser suyos.
Aquella mañana nadie había pasado por su puesto aún. Empezaba a aburrirse muchísimo, tostada por aquel sol impasible de verano. Estuvo a punto de dormirse, cuando apareció una mujer que atrajo toda su atención. Viene a mi mesa, estoy segura, susurró.
- Niña, ¿y tu padre?
- Enfermo, señora.
- Traigo algo para vender.
La mujer abrió su bolso y sacó una caja que le pareció preciosa. Una sencilla cajita de madera, no más grande que la palma de su mano. La niña la cogió con gran curiosidad.
- No puedes abrirla hasta que la compres.
- Pero, señora, no puedo pagar por algo que no sé qué es.
- Tú verás, lo tomas o lo dejas.
Sus palabras sonaron tan rotundas que Alma no se atrevió a insistir. Dio vueltas a la caja entre sus manos. Se la acercó a la cara, olía a madera húmeda, ¿qué habrá dentro? La agitó suavemente, temiendo que lo que hubiera dentro fuera tan frágil que se pudiera romper por sacudirlo con demasiada fuerza. Apretó la cajita contra su oreja. La apartó de inmediato, creyó oír un sollozo dentro. Estuvo a punto de arrojarla al suelo, pero no pudo, le daba tanta curiosidad qué podía haber ahí dentro.
- Se la puedo cambiar por otra cajita de las que ve aquí, elija una y hagamos un trato.
La mujer no apartó ni por un instante la mirada de los ojos de la niña, parecían no interesarle los cacharritos que vendía.
- Quédatela.
Se dio la vuelta y desapareció entre la multitud. Alma se apresuró a abrir la caja. La sujetaba como un trofeo entre sus dedos. Pensó que quizás debía esperar, llegar a casa y abrirla con su padre. Aunque sabía que el viejo nunca aprobaría que se quedara con algo que ni siquiera sabía qué era, aunque no le hubiera costado un solo céntimo. Respiró hondo para tranquilizarse. Con sus dedos, algo torpes, deslizó el pequeño cerrojo. Respiró, de nuevo, y levantó la tapa de la caja.
Una expresión de terror se dibujó en su rostro, se quedó paralizada mirando en el interior de la cajita, quiso arrojarla lejos, pero no pudo. Se quedó paralizada, mirando, mirando, mirando… Algo ahí dentro le devolvía la mirada.