Me encanta el algodón, es como una nube suave y pura, tan blanca que a veces parece brillar, pero a Papi no le gusta que juegue con esto, dice que es de niños malos. Siempre está enfadado conmigo, también con Mami... Grita mucho y es un pegón.
Una vez me dio tan fuerte que llorando de la rabia cogí al Señor Oso y le hice pupa, aunque él no tenía culpa. Pobrecito. Con las tijeras del cole le rajé el buche y descubrí magia: algodón blanquísimo, tan bonito... igual que la barba de Santa Claus. Sólo dejé su piel de peluche mientras el algodón flotaba por mi cuarto, sus hilos, ese olor, tan limpio... Soñaba con él cada noche, a veces lo ponía dentro de mis orejas para no oír los gritos de Papi, otras veces se lo daba a Mami para que secara sus lágrimas. Siempre encontraba un poquito, ya fuera en la Coneja Fluppy, en Mapachito, en Ana la Rana...
Un día Papi y Mami chillaban muy fuerte, rompieron muchas cosas y me dio susto. Me escondí bajo la cama y busqué algodón, pero ya no había, nadie en mi habitación tenía más por dentro. Salí y bajé despacito, no se oía nada, Papi dormía en el suelo al lado de una botella vacía. ¿Y Mami? Empecé a tener miedo sin ella cerca, necesitaba algodón para estar tranquilo y Papi no despertaba...
En cada ronquido su tripa se hinchaba como un sapo, entonces se me ocurrió una idea. Fui a la cocina y escalando por los cajones abiertos encontré lo que quería, me dejé caer con mucho cuidado, muy despacito, y volví al salón. Me subí a su barrigota, que subía y bajaba, y levantando el cuchillo me dije:
—¿A ver el algodón de Papi?