El Sanedrín se había pronunciado. Los setenta y un miembros que formaban la máxima autoridad judía —una mezcla de saduceos, aristócratas y sabios fariseos— no dudaron ni un segundo en condenar a aquel joven galileo enjuto y estilizado. El acusado, a quien apodaban de forma despectiva «el mesías», soportaba con estoico aplomo todos y cada uno de los cargos. Jesús no era ajeno a la realidad: la sentencia estaba dictada de antemano. Sin embargo, los miembros del Sanedrín se lamentaban de las leyes romanas que reservaban para sí cualquier acción ejecutiva contra el reo, de modo que la pena capital era potestad del pueblo del Lazio y, en concreto, de la máxima autoridad sobre la provincia de Judea: el prefecto Poncio Pilato.
El populacho se apresuraba a abandonar el Gólgota tras la crucifixión. La pena estaba ejecutada, aunque milagrosamente, al tercer día, el cristo resucitaría para asombro del pueblo de Palestina, cuyo sentir se dividía por igual entre el temor y la estupefacción. Alababan su gloria y, a la vez, les atemorizaba su venganza. Con el paso del tiempo, sin embargo, esta última sensación terminó por disiparse y desaparecer. Pocos eran quienes lo habían visto de nuevo y, entre ellos, quizás el grupo más significativo fuera el de sus antiguos discípulos, con la única excepción de Tomás, ausente en ese momento tan emblemático.
—¡Señor! ¡Eres tú!
—Sí, Pedro —respondió el resucitado mientras observaba los rostros temerosos de los congregados en el cenáculo—. Nada habéis de temer, pues vengo a anunciaros la buena nueva; la de una vida eterna que compartiréis a través de la comunión con la carne y con la sangre. «Mi reino no es de este mundo» os dije una vez y, a través de mí, pronto vosotros formaréis parte de él, como con anterioridad lo hizo nuestro amado amigo Lázaro. En verdad os digo que también vosotros sentiréis la necesidad de convertir a vuestros semejantes a través de la fuerza unificadora de la sangre, mas no los forcéis, atraedlos con el aroma caluroso de la persuasión. Habéis de saber, hermanos míos, que la vida eterna puede resultar un don, pero también el más cruel de los castigos. Para quienes os arrepintáis de este transitar perpetuo, tened siempre presente que ninguna cruz acabará jamás con vosotros, aunque sí revivirá en vuestro interior el doloroso sacrificio de vuestro maestro. Si a pesar de todo sentís la irrefrenable necesidad de poner fin a vuestra inmortalidad, sólo habréis de degollaros sin vacilación, purificaros en el fuego con convicción o, por último y, quizás como método el más efectivo, atravesaros sin vacilación el centro de vuestro corazón, porque de él fluyen las pasiones más extremas del ser humano y también él alimenta a la carne con la sangre... Sangre que es vida.
Dicho esto, desapareció transformado en una espesa niebla que profusamente se colaba por entre las fisuras de la puerta, mientras un batir de alas golpeaba la madera agrietada en un rítmico compás endemoniado.