AL FINAL DE LA ESCALERA.
Queda y cerrada la noche. Atravesó el cementerio guiándose por la brasa del cigarrillo,
atajando. Bajo los sepulcros se oían bisbiseos: retorcidos rezos nocturnos de almas en
vilo que removían los mármoles grises, rosados. Cruces de cobre y de latón. Lejanos,
amortiguados por los muros de adobe, atravesándolos, los llantos de plañideras antiguas
ululaban entre los rastrojos que rodaban por tierra santa, arañándola. El hombre saltó
ágilmente la verja con lanzas de hierro que querían apuntalar el cielo. Salmos de viento
le helaban el oído cuando ya estaba en medio del irregular sendero violáceo que le
llevaba al caserón, entre la maleza, en la salida sur del campo santo. A su izquierda, los
nenúfares brillaban diamantinos tachonando el plateado lago con estrellas en flor. Halos
de niebla, como coros de hadas susurraban templadamente flotando en la acuosa
superficie. A la derecha, allá donde se perdía la vista, las montañas se recortaban
diluidas como oscuros lomos de animales gigantes. El frío cuchillo ambiental rasgaba la
cortina de la noche. Acelerando el paso entró en la mansión de paredes descascarilladas.
Las escaleras de madera viajaban hasta la buhardilla. Miró la puerta agrietada en lo alto.
Los primeros escalones crujían lastimeramente. Se paró conteniendo la respiración. Se
escuchaba detrás de la puerta una nana infantil; escalofrío. Tras un pie, el otro: pies de
silencio, de cautela. Abrió la puerta lentamente empujando la argolla circular; el gemido
de las bisagras también fue lento y apesadumbrado. Una mujer lívida amamantaba a su
hijo recién nacido meciéndose en una butaca de anea; a sus pies, el todavía caliente
cordón umbilical siseaba como serpiente agonizante. La mujer, al verlo, sintió un
vuelco, dejando la fuente de leche al aire. “¿Vienes a buscarme para llevarme?”, farfulló
la madre con los labios temblorosos, acartonados. El hombre aplastaba un cigarrillo con
la peluda cola y parecía iluminado por dentro, como si se hubiese bebido la luna de
Bagdad.