Se rascó la cicatriz del antebrazo y se bajó la manga del hábito para ocultar el tatuaje con el que intentaba enmascararla. Bajó la calle empedrada guarecido junto a la pared, tratando de camuflarse con la noche. La niebla cortaba sus pasos y difuminaba su silueta. Dejó atrás el recinto y a sus hermanos recogidos en las celdas. Se había retirado en el refectorio con la excusa de una indigestión y, mientras el resto rezaba las completas, salió por la puerta trasera del monasterio. Inventaba pretextos diferentes para echarse a la calle y conseguir su propósito.
Sonaron amortiguadas las doce desde la torre de la iglesia de San Juan. No respiraba un alma a la altura del pórtico del Santo. Continuó camino hacia la parte nueva de la ciudad, ya más animada. Las luces amarillentas de intramuros, casi mortecinas, dieron paso a otras rojizas. Se adentraba en el barrio de las damas negras, como eran conocidas por la comarca. Se despojó de la túnica, la dobló y la guardó en una talega que llevaba cruzada. Su atuendo se mimetizó con el entorno. De algunos locales salían vaharadas de guisos, olores a fritos y especias. De otros se escapaban los alientos fétidos de borrachos que apestaban a vino y tabaco. Desde las puertas, asomando solo la cabeza, buscaba a su presa. En un tugurio protegido por un cortinón, la halló. Se rascó de nuevo la herida más reciente. Una pareja, sentada en una butaca de terciopelo granate, se besaba con pasión. Frotaban sus cuerpos y restregaban sus fluidos —salivas y sudores— por los cuellos despejados, detrás de las orejas, los brazos. Parecían ajenos al mundo. En aquel local, todos aparentaban ser ciegos, indiferentes a los movimientos de los demás.
El monje entró en el garito y pidió una copa. Ginebra con hielo, susurró al camarero para no delatar su voz. Se sentó en un taburete y presenció la sucia escena de la pareja desde el fondo de la barra. Pero la mujer lo descubrió y se le acercó. Arrebolada por la pasión, le musitó unas palabras al oído. Siguieron unas carcajadas que retumbaron por las paredes tapizadas en seda púrpura. Después, le besó en la mejilla y regresó a sus asuntos, como si nunca lo hubiera visto.
El monje pagó y se alejó calle arriba con paso acelerado, parecía que el mundo febril de ese lado de la ciudad lo perseguía. Se vistió con el hábito y sacó una navaja pequeña, una hoja de apenas dos centímetros. De camino al monasterio, fue rajando la piel del antebrazo con pequeños cortes sobre el tatuaje, un dibujo que representaba a Dios en la cruz para no distanciarse de su fe. En realidad, pensaba en ella. Absorbía cada uno de sus pensamientos. Se odiaba por estar aún lo suficientemente enamorado como para sacrificarla.