Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.
Eneida 6: 28
En la noche cargada de susurros, la negrura se cierne sobre la figura solitaria que
se atreve a caminar por el estrecho sendero que hiende la espesura del bosque. Alguien
avanza con los ojos muy abiertos, los labios resecos y temblorosos, alguien al que
aterran los sonidos velados, la soledad y el juego de luces y sombras.
Es un niño. Aguza el oído tratando de escuchar los rumores nocturnos, escudriña
las tinieblas buscando la amenaza en cada sombra, en cada destello. Y tiembla al oír el
rumor de sus pasos.
Una masa viscosa de niebla compacta comienza a propagarse e invade los bajíos,
rodea los pies del caminante como si pretendiera digerirlos y se eleva hasta envolverlo
totalmente. La cerrazón no le permite atisbar el menor brillo, ningún objeto, los
contornos sutiles que lo rodean.
Un ulular mortecino nace de las honduras de la laguna —que se extiende más
allá de la hilera de árboles— se expande como una reverberación febril e invade el
espíritu del pequeño. Receloso, transforma cada siseo en rugido, cada agitar minúsculo
de las hojas en la formidable embestida de un monstruo al acecho. La aterrada
imaginación del caminante convierte el ulular apenas percibido en aúllos de una jauría
de perros famélicos.
De pronto, la luz fantasmagórica de la luna disipa la neblina y apaga los aullidos,
mete sus dedos entre las ramas de los árboles y descubre sombras que quizás cobijan
murciélagos envueltos en el sudario negro de sus propias alas, aves agoreras de picos
curvos y ojos amarillos. Los dedos se alargan, atraviesan la espesura, llenan el camino,
el espacio, rodean al niño y le estrujan el corazón. Sin embargo, el temerario gladiador
continúa avanzando con la respiración suspendida, gira en busca del enemigo, las
imágenes tortuosas que sus sentidos se empeñan en descubrir. Cada paso que da lo hace
escudriñando el terreno, le parece descubrir el encuentro con otros caminos,
encrucijadas de un inframundo apocalíptico.
Un chistido lento que brota de lo profundo de la floresta le hace dar un respingo.
Una amenaza oscura pasa en vuelo rasante y silencioso sobre su cabeza. La muerte se
hace presente con el fétido olor de una osamenta cercana. El niño se tapa la nariz con un
pañuelo mientras un escalofrío recorre su cuerpo, al imaginar una miríada palpitante de
gusanos devorando la podredumbre en un festín interminable.
El tiempo se estira, un viento helado susurra entre las hojas de los árboles, se
dirige a la nuca del niño, que se estremece de frío y miedo.
De pronto se detiene, mira en derredor, da dos pasos atrás y queda paralizado de
espanto cuando me descubre a su lado. Ágil, extiendo los tentáculos y lo agarro de un
brazo; pero se me resbala y escapa dando un alarido.
Creo que esta noche me quedo sin comer.
Seudónimo:Hidra