El séquito Mitreo, se reunió en su apartamento del centro histórico de Génova, a solo
cien metros de la Piazza dei Trouguli di Santa Brígida. De repente, en medio de la
sesión de espiritismo, les deslumbró una luz violeta que se mantuvo fija durante varios
minutos, mientras una voz ronca que parecía salida de ultratumba, a modo de rugido, les
ordenó que buscasen el Mithras de Cabra y se lo trajeran. Todos los allí presentes
enmudecieron de pánico, la que más; Adriana, pues no pudo articular palabra. Y cuando
todo quedó en silencio, las puertas del piso se abrieron y cerraron de manera
inexplicable, durante cinco interminables veces, con estruendos aterradores y la
compañía de una sombra negra, poco definida, que arrastró varios tipos de cadenas
metálicas, de las que salió sangre a borbotones. Después, aparecieron pisadas como de
niños, sobre la sangre derramada en el suelo.
Cuando por fin todo terminó, los miembros del séquito Mitreo estaban más blancos que
la cal y temblando de miedo. Su líder, a duras penas dio un paso al frente y escogió a
Adriana y Fabrizzio, para que fueran quienes viajasen hasta el Museo Arqueológico de
Córdoba, para robar de allí el Mithras de Cabra.
Tuvieron que emprender el viaje a toda prisa, con apenas lo puesto y el miedo latente en
sus cuerpos.
Cuando bajaron del avión se dirigieron a la estación de Atocha, para coger un tren de
alta velocidad que les llevase hasta su destino.
Después, cogieron un taxi para llegar hasta el Museo Arqueológico. Allí, esperaron
pacientemente el relevo de los guardias de seguridad.
Desactivaron todas las alarmas gracias a un dispositivo de tecnología inteligente y
cuando creyeron que el museo estaba despejado, se colaron por el patio III.
Con ayuda de ventosas, un martillo y una cizalla, accedieron a la sala donde se
encontraba el Mithras de Cabra. Fabrizzio realizó un corte en la vitrina de la escultura y
cuando fue a introducir el Mithras en su mochila, los ojos de la figura se encendieron,
tornándose en un color rojo intenso, de los que salieron llamaradas de fuego, mientras
aquello rió maquiavélicamente: con voz grave y ronca.
Adriana y Fabrizzio quisieron escapar de allí, pero el miedo se lo impidió, les paralizó
completamente.
— ¿¿¿Qué hacéis aquí???— vociferó una presencia demoniaca.
Acto seguido, apareció un tornado que envolvió a Fabrizzio y Adriana, el cual fue
rompiendo paredes y muebles con ellos dos dentro de su vorágine de tempestad y rabia,
hasta que abandonó sus cuerpos heridos, con sus mentes irreparablemente trastornadas
tras la vivencia, en el jardín del patio III.