Mi hermano tenía una relación de amor-odio con los cuentos de terror. En concreto con uno. Cada noche, cuando papá y mamá se acostaban, él estaba deseando que yo me colase en su cuarto y que, con el calorcito de mi pecho en su espalda, le leyera aquel cuento, enfatizando las palabras, alargando las frases, teatralizando las escenas. Teníamos un ritual establecido: colocábamos su almohada en el suelo, junto a la pared, apoyábamos el cuento encima, y entonces yo, linterna en mano, simulaba ser ese despiadado “Hombre del Saco”, que poseía la mirada gris de papá y que casualmente capturaba, asfixiaba y devoraba solo a niños que tuvieran tres años, pecas, y un hoyuelo en la barbilla. Existía una especie de unión mística que nos unía a través de aquel cuento, de aquel ritual, de aquel mágico instante en que nuestras siluetas, unidas, se difuminaban en la pared. Él clavaba su mirada en el personaje (que aunque solo fuese un dibujo, ambos sabíamos quién era), y yo podía percibir sus recién adquiridas emociones, sus nuevos miedos, y esa creciente tensión que iba enervando cada uno de sus músculos, poco a poco, hasta llegar al momento en que “la víctima dejaba de respirar y el monstruo sonreía al fin tranquilo”. Ahí era como si finalizase la unión, o se rompiera el hechizo, porque justo entonces llegaba el primer grito. Un inesperado grito que salía a presión de su garganta como un tapón de corcho tras agitar la botella. Y después más gritos, y llantos, que rompían la noche y se colaban en mi cabeza en forma de libélulas y arañas de agua. Yo intentaba calmarlo, explicarle que debía ser valiente, que era solo un cuento pero… daba igual. En pocos segundos ya teníamos encima a los labios de mamá, dispuestos como siempre a llenarlo a él de besos, y a los de papá, llenándome a mí de reproches y de palabras de desaprobación. Entonces mis libélulas se convertían en hienas, y las arañas en buitres. Aunque aquel fuera un mantra que se repitiese, de noche y de día, lo reconozco: nunca me llegué a acostumbrar. Solo me quedaba paralizado, hipnotizado ante los ojos de mi padre, soportando sus gritos, esperando a que me devolviera a golpes hasta mi cuarto, y me amenazara con encerrarme bajo llave para que no pudiera volver a molestar al niñito. Mirando de reojo al chivato llorica, y también a mis fieles compañeros de delito: la almohada, el cuento, la linterna… El cuento, la almohada, la linterna… Así estuvimos meses, presos de un adictivo bucle, sin que ni mi hermano ni yo hiciésemos nada para evitarlo, cada noche: el cuento, donde el monstruo cada vez asfixiaba y torturaba con más rabia; la linterna, que cada vez alumbraba menos y despedía formas más confusas; y la almohada, llamándome en silencio pero a gritos, apartando mis libélulas. Aclarándome lo útil que podía llegar a ser, si quería dar realismo a la historia.