Rasga su piel.
Hiende el acero cortante su pecho indefenso, resbaloso. Dejando a la vista sus lustrosas entrañas, su enredo de tripas hediondas. Con una incisión seca separa el intestino, que se queda un instante aleteando nervioso, como anguila recién capturada despidiéndose a borbotones de la vida.
Con determinación, hinca la punta afilada y atraviesa su mandíbula, desencajándosela. En sordo y agónico estertor, se le abre la boca toda, ampulosa y quejosa a un tiempo. Luego, con diestra mano, arranca de un tajo su diminuta cabeza, que queda a un lado, desmemoriada. Repara un momento en sus ojos, inútiles ya, con la mirada húmeda pegada a la encimera.
A continuación toma entre los dedos la escuálida cabeza de la siguiente pieza y la aprieta; la aprieta hasta reventarle los ojos idos donde descansa la mirada muerta, la misma mirada bobalicona y obtusa que le propinó esta misma mañana el mal nacido de su jefe al rescindirle el contrato, después de veinticinco años en la empresa, despidiéndole para siempre. “Ad aeternum”, aseveró con expresión irónica.
Ahora, abrirlo de par en par y arrancarle el esternón.
Sólo resta la sal, y rebozarlos en harina. Y, en un plis, la fritada estará lista.
“Mañana, mañana mismo le devuelvo la visita y me despido de él para siempre. Ad aeternum, ad aeternum...”, evoca mientras restriega lentamente sus manos manchadas de sangre en el delantal cargado de alegres dibujitos de frutas de colores.
El aceite, voraz, hirviendo ya, exige su recompensa.
F I N