Nos despertó el gimoteo del niño a través del intercomunicador. Debía de tratarse de una pesadilla, ya le había pasado otras veces. Normalmente con abrazarlo se tranquiliza. Estamos acostumbrados a despabilar rápidamente cuando nuestro hijo llora en mitad de la noche. Miré el reloj de la mesilla. Eran las tres y cuarto de la madrugada. Con un suspiro, cogí el teléfono móvil para usarlo para alumbrarme sin necesidad de encender la luz, y descalzo me encaminé hacia el cuarto de Abel, que se encuentra dos estancias más allá, también en la planta superior, con el cuarto de baño de por medio. Cuando llegué, empujé levemente la puerta, que estaba entornada, para abrirla sin hacer ruido. No quería despertarlo si es que estaba soñando y aún dormía.
El móvil con caras de animales sonrientes que colgaba encima de su cuna se movía, y tintineaba ligeramente, contrastaba con el silencio de la noche. El crío lloriqueaba y sollozaba. Al parecer, estaba despierto. Al cogerlo, me sorprendí al comprobar que estaba ardiendo de fiebre. Me puse un poco nervioso. Tenía que asegurarme de si era necesario llevarle al hospital o si podíamos esperar a por la mañana. Lo mantuve en los brazos y al igual que otras veces, dejó de gimotear. Me acerqué para darle un suave beso en la frente y al retirarme advertí que sonreía. Aunque había algo extraño en aquella sonrisa, no parecía su sonrisa habitual. Pensé que debía de ser a causa de la fiebre. Acaricié su mejilla, y me di cuenta de que no solo continuaba sonriendo, sino que además me miraba directamente a los ojos y me seguía con la mirada cuando me movía, sin dejar de sonreír con aquella extraña expresión. Me disponía a llamar a mi hermana, que esa noche estaba de guardia en el hospital, cuando mi bebé de doce meses, con una profunda e imponente grave voz, me dijo:
- ¿Qué vas a hacer? Estate quieto.
Se me heló la sangre, e inmediatamente solté al crío y el teléfono, que cayó con la pantalla encendida. Aterrorizado, me giré con intención de salir de la habitación cuando la puerta se cerró delante de mí con un golpe seco. En vano, traté de abrirla.
- Mírame… -me decía esa voz, mientras yo forcejeaba con el pomo de la puerta, de espaldas al crío.
- Mírame… -estaba bloqueado, como cerrado con llave a pesar de que esa puerta no tenía cerradura.
- Mírame…
- Mírame…
Me giré y vi que estaba de pie, y sostenía de una esquina su pequeña manta.
Ahora sus ojos tampoco eran los de siempre. Los tenía completamente negros, y muy abiertos, y se le marcaban, oscurecidas, las venas de la cara. La boca entreabierta y la cabeza torcida hacia un lado. Empezaba a acercarse. Casi no podía aguantar el corazón dentro del pecho mientras mis manos seguían intentando girar el pomo de la puerta. Justo cuando le tenía delante, la luz de mi teléfono móvil se apagó.