Tenía los ojos cerrados o abiertos, era difícil saberlo. Imaginaos lo más oscuro que habéis visto en vuestra vida. Una habitación cerrada, el cielo de noche, la inmensidad del espacio, una pared pintada en negro. Da igual. Nada podía compararse con aquella oscuridad. Era la más oscura de las oscuridades. Estaba un poco desorientado y confuso, con un sabor amargo en la boca.
No podía casi moverse. Le dolía…no, no le dolía absolutamente nada. Se sentía comprimido eso si, como si hubiese recibido un fuerte golpe en el pecho. Cada bocanada le producía un tremendo dolor. Y para colmo, el aire estaba muy cargado. Inhalaba y exhalaba aire por la nariz con rapidez. El estómago se hinchaba y se deshinchaba al ritmo de su corazón. Por primera vez en su vida, una parte de su cuerpo siguió el ritmo marcado. Movía la cabeza de izquierda a derecha casi tan rápido como respiraba. Podía escuchar un sonido metálico a lo lejos.
Trató de buscar torpemente cualquier cosa que tuviese en los bolsillos. Pero no encontró nada. Casi juraría que esa ropa no era la que tenía cuando se acostó esa noche de invierno. Se llevó las manos al estómago. No podía casi levantarlas. El nivel de nerviosismo y terror subió un par de grados. El corazón y la respiración se aceleraron un poco más. Subió hasta llegar a la cara. El sudor le corría mares. Tal vez por el calor o por el miedo.
Ahora sí que estaba seguro. La ropa que llevaba no era la suya. Recordaba muy bien acostarse con un camisón blanco y un gorro a juego con una bolita de algodón colgando a la altura de la barbilla.
Buscó la boca, la nariz y los ojos. Que fríos tenía los dedos. Levantó las manos un par de centímetros por encima de la cabeza. Creía saber dónde estaba. Su cama no era tan cómoda. Pero, ¿Cómo había llegado hasta allí? gritó. Todo lo que consiguió fue dañarse la garganta.
Tanteó el aire. Cada vez era más denso. Y hay estaba. Fina y a la vez áspera como una lija. Tiró de ella una y otra vez. Una campañilla debía estar sonando, a un metro o dos por encima. Clavada en la tierra recién cavada.
La cuerda se rompió al duodécimo tiró. Recibió tal golpe en la nariz, que pudo sentir como la sangre corría por sus mejillas, su boca y se mesclaba con el sudor. El sonido metálico terminó tras una serie de golpes secos. Gritó con fuerza y desesperación hasta quedarse afónico. Nadie podía escucharlo. Golpeó los laterales y el techo acolchados con toda la fuerza que pudo. Lloró. Rezó. Suplicó. Amenazó. Incluso intentó ofrecer dinero. No le sirvió de nada. Su destino estaba sellado con clavos y enterrado en la tierra sin susurros.
Así siguió hasta que las fuerzas le flaquearon, hasta que el corazón le latía con tanta fuerza que le dolía el pecho, hasta que el aire finalmente se agotó y su sufrimiento terminó