Las seis y cinco. El despertador se había retrasado cinco minutos esta vez, justo el tiempo
que él llevaba sentado frente a ella, mirándola sin parpadear. Las pilas se estaban agotando y su
resistencia también. Si algún día pensaba que podría salir de allí, ahora ni se le pasaba por la cabeza.
Lo único que le importaba era estar segura de que su corazón aún latía.
Con un brusco movimiento de muñeca, tiró de la cadena, estrangulándola ligeramente
mientras le daba los buenos días. Teresa sintió que la sangre se le apelotonaba en la yugular,
intentando soportar la presión de los pesados eslabones de acero. Él rio mientras se ponía en pie y
se alejaba un par de pasos, observando, atentamente, cómo ella intentaba incorporarse y caminar
detrás.
Había sido breve. Una entrevista, unas prácticas. Se había integrado bien. Sus compañeros la
querían, a los clientes les gustaba y a su jefe, bueno… digamos que a él le entusiasmaba. Le agradaba
tanto que decidió que fuera ella quien, a los seis meses, se trasladase con él a la capital para
preparar la apertura de la nueva tienda.
Tenía frío, pero no importaba. Al menos eso podía aún sentirlo. Él le acarició la cara
lentamente y metió una mano bajo su camiseta raída. Le excitaba enormemente sentir las cicatrices
moradas de sus mordiscos en unos senos tan delicados y se regodeaba pasando sus pulgares por los
pezones helados y rozando lentamente las antiguas heridas. Teresa temblaba. Intentaba no mirarlo,
no decirle nada. Intentaba concentrarse en el sonido lejano de la radio.
Hoy se cumplen quinientos días desde que su jefe denunciase la desaparición de la joven
cacereña Teresa Santos, al no haber acudido ésta a su puesto de trabajo. La policía, que ha
desplegado ya diversos operativos de búsqueda de dimensiones pocas veces vistas, reitera su
petición de ayuda a la ciudadanía…
Pero su aliento fétido, sus uñas amarillentas y sus dedos manchados por el tabaco se le
hacían insoportables. Se sentía mareada. Intentó controlarse, contener esa sensación, borrarla. Pero
vomitó. Había sido maleducada, había sido irrespetuosa otra vez y él ya le había advertido en dos
ocasiones anteriores: no habría una tercera.
Sin alterarse, sin abrir la boca, abrió la trampilla del sótano y la arrastró escaleras abajo.
El pozo continuaba llenándose de agua, poco a poco. Pronto la cubriría entera. Con las
manos arrugadas, trató de levantar la pesada estructura de hormigón que lo ocultaba y, al moverse,
apoyó el pie en aquello que sería su futuro: un pequeño montículo de hueso.
Mientras la última burbuja de aire salía de sus pulmones sin darle tiempo siquiera a cerrar
los ojos, la Guardia Civil informaba al director de los Almacenes Sierra de que al día siguiente darían
comienzo las fiestas patronales y habría, por tanto, restricciones para circular por el pueblo. Los
agentes lamentaban que el señor tuviera que mover el coche. Tendría que hacer sitio en el garaje,
llevando un par de cosas más al sótano.