La pelirroja, el cervatillo y dos tipos más es el segundo relato de la serie Relatos en Lamucca, de Javier González Alcocer
Pongo en antecedentes a mis improbables lectores: lo que voy a contaros sucedió antes del descubrimiento del cuerpo de Víctor, en mi próximo relato os pondré al corriente de los hechos que han ocurrido respecto a este asunto, del que ya ha pasado casi una semana.
Era viernes, así que prudentemente hice una reserva en Lamucca para tener la atalaya a mi disposición; la experiencia me ha enseñado que el fin de semana es complicado acceder a mi sitio preferido, así que lo mejor es anticiparse.
A las once de la noche, mi entrada por la puerta coincidió con la presencia de Esteban, el jefe de sala, en su escueto lugar de organización; nos saludamos con un fuerte apretón de manos.
—¿Cómo estás? —me preguntó dedicándome unos segundos de su escaso tiempo.
—Bien —le respondí con premura. Un cuarteto se situó tras de mí, así que decidí poner fin al intercambio de parabienes—: Voy a estar un rato, tú atiende y ya hablamos luego.
En cuanto me acomodé, recorrí todo el perímetro con la mirada; la cuestión era comenzar a discernir quién pronosticaba alguna historia interesante entre el enjambre de parroquianos. Decidí aprovisionarme; Calisto, un camarero al que conozco desde el primer día que entré en este santuario de las curiosidades, se acercó hasta mí.
—Buenas noches, Benjamín —supongo que en algún momento de mi asidua asistencia, Esteban le ha dicho mi nombre, porque yo, que recuerde, no lo he hecho—, ¿lo de siempre?
—Sí, por favor —le respondí ya sentado, con lo cual su escaso metro sesenta de altura todavía parecía menor. Eso sí, tiene hombros anchos, espaldas robustas y brazos nervudos como sogas de barco. Su rostro pétreo de vez en cuando muestra una disimulada sonrisa, sobre todo en las ocasiones en las que, al cerrar el local, deja que alguna gota de alcohol entre en su organismo.
Mi atención se centró en dos canales diferentes: por un lado, en una pelirroja de cuerpo férreo que asiduamente se quitaba de la cara un mechón de su rizada melena, acompañada por un hombre delgado de rostro angelical. Por otro, mi curiosidad se dirigió hacia dos individuos, cincuentones ambos, que se encontraban casi a mi espalda; uno de ellos le explicaba al otro las anotaciones que estaban escritas en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Había énfasis en la conversación y seguro que varias copas de vino, la botella de la que escanciaron las últimas gotas confirmó el final de esta hipótesis.
Vi pasar al dueño de Lamucca, se llama Álex, lo sé porque me lo contó mi confidente, Esteban. Siempre ataviado de manera informal y controlando todo el local, así como de pasada, pero sin perder detalle de cuanto hacen sus empleados y se sirve en las mesas; no desdeña una mirada sustanciosa a la clientela femenina que pueda ser un objetivo a corto o medio plazo.
Tenía ya en la mano mi margarita cuando atisbé que la pelirroja ceñía su cuerpo al de su acompañante, que con cara de sorpresa —sus ojos eran como los de un cervatillo— intentó un comedido paso hacia atrás; la mano de ella, que rodeaba la estrecha cintura de él, lo impidió.
Al mismo tiempo, en mis oídos, bien entrenados para captar retazos de conversación, resonaron unas palabras:
—Esto viene de los fondos…
No acabé de escuchar el final de la frase, así que potencié mi radar. La había pronunciado uno de los dos entusiasmados bebedores, no sabía cuál, por lo que los eché un rápido vistazo. Uno era calvo, con perilla, mofletes rojos, probablemente por el exceso de vino; pasado de peso, con la corbata floja y la chaqueta del traje apoyada en las piernas. El otro tenía el pelo cano y barba tupida, gafas redondas, un cuerpo que dejaba asomar una pequeña barriga, y unos ojos azules que mostraban una intensa concentración sobre su compañero de mesa.
—¿Y estás seguro de que nadie se va a enterar? —las palabras buscaban esa seguridad que, aunque falsa, en ciertos momentos el ser humano anhela.
Me giré treinta grados para intentar resultar ajeno a la conversación, a la vez que incorporé a mi garganta un trago de margarita, como siempre en su punto.
—Está todo bien controlado —el tono tenía ya algo de espeso, los efectos del dios Baco hacían su aparición—, lo autorizan desde lo más alto, y luego yo me encargo de distribuir a mi antojo —coge la copa, pero no bebe—. Aunque aparto las cantidades que corresponden a cada uno de los mandamases.
Conseguí escucharlo todo sin dejar que asomara mi perplejidad. Me embutí en cavilaciones que, a pesar de ser un hombre que no apresura nada, llevaban un ritmo trepidante.
La conversación entre los dos hombres quedó en suspenso, el de la barba tupida daba vueltas a la respuesta a su pregunta; casi podía escuchar a su cerebro encajar los engranajes.
Mi atención volvió hacia la pareja. La mujer, algo más alta que el hombre, había acercado su cabeza a la de él, la boca a dos centímetros del oído; pude ver que movía los labios, después los aproximó un poco más. Los tenues susurros lograron que el hombre se abrazara a ella, no cabía una hoja de papel entre ambos; los crispados dedos del hombre, febriles, recorrieron la espalda, las nalgas, todo cuanto tenían a su alcance. La pelirroja, ya sin azorarse lo más mínimo, le obsequió con un prolongado beso que él aceptó sin reparos; el cervatillo se estaba transformando.
Un gesto desvió mi atención del duplo. El hombre barbudo cogió el cuaderno que el otro sostenía en las manos; este lo miró un momento con los ojos acuosos, y tras unos instantes de reticencia, lo soltó, como quien deja ir una paloma mensajera, esperando que regrese con el mensaje deseado.
Números y más números, distinguí en un escorzo de mi cuerpo; al lado de las cifras unas letras, dos o tres como máximo. “¿Iniciales de nombres?” pensé mientras controlaba que el de la perilla no recalase en mí sus ojos y se empezara a preguntar qué miraba yo tanto.
—Parece que están todos —fue el comentario que esgrimió al devolver el cuaderno.
—Sí —confirmó prolongado el vocablo, con sonrisa confabuladora—, en estos asuntos, del rey al peón tienen que jugar la partida.
La frase me hizo pensar que el tipo se las daba de ilustrado, aunque con la perilla sonrosada por el vino, el faldón de la camisa asomando por la trasera del pantalón, y los fanales inyectados en vino, que de vez en cuando devoraban a alguna mujer de escote exagerado, el hombre más bien parecía un borracho baboso.
Terminaban ellos las copas, y yo la mía. Mi insalubre necesidad de saber me hacía plantearme seriamente hacerme con el cuaderno, mientras eché una nueva ojeada a la pareja.
El hombre parecía que había crecido, su porte antes algo encorvado se erguía sin ataduras para igualarse a la pelirroja, que sin ningún tipo de recato le dio una rápida pasada con la mano por la bragueta; él no se amilanó y cerró filas en torno a ella.
Calisto se colocó a mi vera y con su voz de tenor me preguntó:
—¿Otra?
Tardé en procesar la pregunta, ya que mis ojos estaban fijos en la pareja; tras discernir la consulta contesté con un exultante:
—Sí, por favor.
El hombre de la barba aprovechó la presencia de Calisto para pedirle la cuenta. Mis filamentos se tensaron, olvidé por completo a la pareja y me centré en mi objetivo: el cuaderno. Tracé un plan, escueto, rápido de acción y esperando que la sorpresa trajera el efecto deseado.
Calisto trajo a la vez mi margarita y un plato pequeño con el importe a pagar por los dos hombres; el borrachín depositó una tarjeta de crédito. Juzgué que solo tenía una oportunidad, así que cogí aire y ante mi siguiente movimiento, no pude reprimir una sonrisa.
Di un grito y me abalancé sobre un sorprendido Calisto, mis manos lo obligaron a lanzar la bandeja por los aires en dirección a los dos tipos; proseguí con la maniobra arrastrándolo contra ellos, parecíamos una disparatada pareja de baile.
El resultado fue que tropezamos con más gente cercana a nosotros: empujones, cuerpos balanceándose, sillas cayendo, mi margarita sobre el tipo de la perilla, y mi codo sobre su nariz, propinándole un discreto golpe. Había conseguido mi objetivo: confusión, mucha confusión.
Me levanté entre el amasijo de brazos y piernas, ayudado por otros clientes que se sumaban al pequeño jaleo. En ningún momento había apartado el cuaderno de mi vista, lo deslicé en el bolsillo interior de mi chaqueta rogando que nadie me viera, la tarjeta de crédito fue a parar al mismo lugar.
Esteban apareció a mi lado preguntando:
—¿Están bien? ¿Se encuentran todos bien?
El momento de desorden pasó. El tipo de la perilla, el último en levantarse, sangraba por la nariz.
—Siéntese —le ofrecí atento, agarrándolo por el brazo como si fuese un inválido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Su compañero, sacudiéndole el traje, le contestó, aturdido todavía por lo ocurrido:
—No sé —al mirar hacia él, sus ojos mostraron sorpresa—, estás sangrando.
—Eche la cabeza hacia atrás —mi tono era sereno, aunque con lo que portaba en el bolsillo estaba como un flan.
Le puse la mano en la frente y de mi pantalón extraje un pañuelo que coloqué solícito sobre su apéndice nasal. Ahora me tocaba rematar mi jugada, mi experiencia me dice que quien primero habla en estas situaciones, sienta precedente. El dueño, Álex, se sumó al corrillo formado por Esteban, Calisto, los dos hombres y yo.
—Alguien me ha empujado por la espalda —no miraba a nadie en particular—, y me han hecho caer hacia adelante —hice una pausa bien estudiada para retirar un instante el pañuelo, y al ver que continuaba manando sangre, volví a colocarlo—. En la caída tropecé con Calisto y contra estos señores.
—¿Ha visto quién lo empujó? —Álex inquirió acercándose para ver el estado de la nariz.
—Diría que era un hombre que acababa de llegar —eso explicaría que el servicio no hubiese reparado en él—, alto, delgado —debía dejar claro que el inexistente personaje podría ser real—, vestía una cazadora gris, de eso me acuerdo.
—Echad un vistazo a ver si hay alguien por la sala que encaje con la descripción—pidió Álex a sus dos empleados.
La sangre iba disminuyendo, al apartarme fingí una cojera.
—Es la rodilla, creo que el tipo que me empujó cayó encima.
Esteban y Calisto regresaron, no habían visto a nadie; eso yo ya lo sabía, mi imaginación no se plasma en personas reales.
Me aparto de los dos hombres, busco donde sentarme para que el supuesto dolor sea aún más creíble, la conversación entre ellos se dirige con rapidez a lo que mantengo oculto en mi chaqueta.
—Me ha desaparecido la tarjeta de crédito —comentó el barbudo, que mantenía el pañuelo en la nariz; en tono más bajo, dirigiéndose a su compañero, le preguntó—: ¿Tienes el cuaderno?
“Les han robado” fue el comentario general; en mi favor estaba que no era el primer cliente al que le sustraen el bolso o la cartera. En cuanto al cuaderno, “se lo habrá llevado pensando que contenía dinero” fue la explicación de Álex, que secundaron sus empleados.
El rostro del de la perilla era una máscara blanquecina, aceptó las disculpas y que le invitaran a lo consumido; a mí me dio las gracias.
—Estaba todo ahí, todo —dijo al barbudo.
—Lo tirará al ver que es simplemente un cuaderno; además, si alguien lo leyera, no entendería nada —la voz sonó serena—. Tranquilo, seguro que de alguna manera puedes volver a recopilar los datos.
Se puso la chaqueta mientras cavilaba.
—Eso es cierto, nadie sabe qué significa.
Se marcharon sin despedirse de mí; mejor.
Calisto me trajo otra margarita, se la agradecí con un gesto. La pelirroja y el cervatillo ya no estaban, me dije que no se puede estar a todo y auguré que regresarían.
Alargué mi estancia una hora más, era cerca de la una y media cuando me levanté. Ese hombre que también viene a menudo, Javier se llama, entró por la puerta; su rostro era cansado pero sus ojos parecían atentos. Como siempre, recorrió la sala con la mirada, en mí reparó un par de segundos, pasó a mi lado y me dijo:
—Buenas noches.
Me sorprendió aunque no le respondí; me giré y vi que besaba en los labios a una mujer de esas que te hacen volver la cabeza para admirarlas mejor.
No convenía que prolongase mi suerte, no fuera que los dos tipos regresaran y les diera por registrarme.
—Buenas noches, Esteban.
Situado al lado de la puerta, puso en sus labios una extraña sonrisa antes de decirme:
—El martes a última hora esto estará tranquilo, vente y me explicas el numerito de hoy.
Salí asintiendo con la cabeza.
Pueden pensar que soy un ladrón, aunque el fin de mi acción no era lucrarme, se lo aseguro. Gracias al tesón de mis padres, una sencilla tienda de sándwiches con los años se convirtió en una más que lucrativa cadena. Ya no es de mi propiedad, me deshice de ella al fallecer mis progenitores, y ahora vivo desahogadamente de las rentas de aquella operación comercial.
Entonces se preguntarán para qué organicé todo aquel jaleo. La respuesta se encuentra en mi forma de ser y a lo que dedico mis jornadas: yo decido cuándo empiezan y a qué hora terminan, me marco mis objetivos sin tener que pedir permiso ni rendir cuentas a nadie.
Con la tarjeta de crédito en mi poder, supe el nombre del bebedor; no me decía nada, así que realicé una búsqueda por la red. Con la edad las sorpresas son menores, que fuese director general en una comunidad autónoma no me inmutó.
Pasé el resto de la velada encajando las iniciales del cuaderno con posibles nombres de personajes que cuadraran en la misma autonomía; hubo algunos muy sencillos, en otros tuve que indagar un rato en internet. Cuanto más conocido era el nombre que anudaba con las iniciales, mayor era la cantidad reflejada a su lado. La fecha inicial se remontaba a ocho años atrás, la última anotación correspondía a dos días antes.
La claridad a través de las ventanas me anunció que mis pesquisas me habían otorgado una noche en vela, no era la primera. Duchado, vestido y habiendo fotocopiado el cuaderno, hice tres cosas: la primera, depositar el original en una caja de seguridad en mi banco, junto a otros recuerdos obtenidos de las maneras más variopintas; la segunda, arrojar la tarjeta de crédito a una alcantarilla; la tercera, acercarme a la calle Diego de León, el número lo omito. Sé a qué hora el portero se ausenta de su caseta para realizar una ronda por la escalera y comprobar que todo está en su sitio, lo averigüé hace tiempo para pasar inadvertido.
El cajetín de correos es el tercero por arriba de la segunda hilada; introduje un sobre en el que previamente había guardado las hojas fotocopiadas, añadiendo en una nota el nombre del dueño del cuaderno. Varias semanas más tarde, pude leer una jugosa portada de periódico sobre malversaciones de dinero público en una comunidad autónoma.
Me gusta mi trabajo, destapar la necedad de aquellos tipos que se piensan impunes, delincuentes que tras años de robar, lo airean con dos copas de más, imbéciles que no saben que siempre puede haber alguien escuchando.
Pronto les volveré a dar noticias de la pelirroja y el cervatillo, han vuelto por Lamucca.
Madrid, octubre 2013