LA PELIRROJA, EL CERVATILLO Y DOS TIPOS MÁS
Pongo en antecedentes a mis improbables lectores; lo que voy a contarles sucedió antes del descubrimiento del cuerpo de Víctor, ya saben, aquel chico guapetón, del que les hablé hace un tiempo. En mi próximo relato les pondré al corriente de los hechos que han ocurrido respecto a este asunto, pero ahora les cuento otra historia…
Era viernes, así que prudentemente reservé para tener la atalaya a mi disposición, una silla alta de madera, situada en una de las ventanas de Lamucca de Prado; la experiencia me ha enseñado que el fin de semana es complicado acceder a mi sitio preferido, así que lo mejor es anticiparse
Once de la noche, mi entrada por la puerta coincidió con la presencia de Esteban, el jefe de sala, en su escueto lugar de organización; nos saludamos con un fuerte apretón de manos.
– ¿Cómo estás? – me preguntó, dedicándome unos segundos de su escaso tiempo.
– Bien – le respondí con premura.
Un cuarteto se situó tras de mí, así que decidí poner fin al intercambio de parabienes:
– Voy a estar un rato, tú atiende, ya hablamos luego.
En cuanto me acomodé, recorrí todo el perímetro con la mirada; la cuestión era comenzar a discernir quién pronosticaba alguna historia interesante entre el enjambre de clientes.
Decidí aprovisionarme; Calisto, un camarero al que conozco desde el primer día que entré en este santuario de las curiosidades, se acercó hasta mí.
– Buenas noches, Benjamín – supongo que en algún momento de mi asidua asistencia, Esteban le ha dicho mi nombre, porque yo, que recuerde, no – ¿lo de siempre?
– Sí, por favor – le respondí ya sentado, con lo cual su metro cincuenta escaso todavía parecía menor. Eso sí, tiene hombros anchos, espaldas robustas y brazos nervudos como sogas de barco; su rostro pétreo de vez en cuando muestra una disimulada sonrisa, sobre todo en las ocasiones en las que al cerrar el local deja que alguna gota de alcohol entre en su organismo.
Mi atención se centró en dos puntos diferentes: por un lado, una pelirroja de cuerpo férreo que asiduamente se quitaba de la cara un mechón de su rizada melena, acompañada por un hombre delgado, de rostro angelical. Por otro, dos individuos, cincuentones ambos, que se encontraban casi a mi espalda; uno de ellos le explicaba al otro las anotaciones que estaban escritas en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Había énfasis en la conversación y seguro que varias copas de vino, la botella de la que escanciaron las últimas gotas confirmó esta hipótesis.
Vi pasar al dueño de Lamucca, se llama Roberto, lo sé porque me lo contó mi confidente, Esteban. Siempre ataviado de manera informal y controlando todo el local, así como de pasada, pero sin perder detalle de cuanto hacen sus empleados y se sirve en las mesas; no desdeña una mirada sustanciosa a la clientela femenina que pueda ser un objetivo a corto o medio plazo.
Tenía ya en la mano mi margarita cuando atisbé que la pelirroja ceñía su cuerpo al de su acompañante, que con cara de sorpresa, sus ojos eran como los de un cervatillo, intentó un comedido paso hacia atrás; la mano de ella, que rodeaba la estrecha cintura de él, lo impidió.
Al mismo tiempo, en mis oídos, bien entrenados para captar retazos de conversación, resonaron unas palabras:
– Esto viene de los fondos…
No acabé de escuchar el final de la frase. Potencié mi radar, la había pronunciado uno de los dos entusiasmados bebedores; no sabía cuál, por lo que les eché un rápido vistazo.
Uno calvo, con perilla y mofletes rojos, probablemente por el exceso de vino; pasado de peso, con la corbata floja y la chaqueta del traje apoyada en las piernas. El otro de pelo cano, con barba tupida, gafas redondas, cuerpo que dejaba asomar una pequeña barriga y unos ojos azules que mostraban una intensa concentración sobre su compañero de mesa.
– ¿Y estás seguro de que nadie se va enterar? – las palabras buscaban esa seguridad que, aunque falsa, en ciertos momentos el ser humano anhela.
Giré treinta grados mi cuerpo para intentar resultar ajeno a la conversación, incorporé a mi garganta un trago de margarita, en su punto, como siempre.
– Está todo bien controlado, – el tono tenía ya algo de espeso, los efectos del dios Baco hacían su aparición – lo autorizan desde lo más alto, y luego yo me encargo de distribuirlo a mi antojo – cogió la copa, pero no bebió. – Eso sí, antes aparto las cantidades que corresponden a cada uno de los mandamases.
Conseguí escucharlo todo, aunque no dejé que asomara mi perplejidad. Me embutí en cavilaciones que, a pesar de ser una persona que no apresura nada, llevaban un ritmo trepidante.
La conversación entre los dos hombres quedó en suspenso, el de la barba tupida le daba vueltas a la respuesta a su pregunta; casi podía escuchar a su cerebro encajar los engranajes.
Mi atención se desvió hacia la pareja. La pelirroja, algo más alta que el cervatillo, había acercado su cabeza a la de él, la boca a dos centímetros del oído; pude ver que movía los labios, después los aproximó un poco más. Los tenues besos lograron que el hombre se abrazara a ella, no cabía una hoja de papel entre ambos; los crispados dedos de él, febriles, recorrieron la espalda, las nalgas, todo cuanto tenían a su alcance. Ella, ya sin azorarse lo más mínimo, le obsequió con un prolongado beso que él aceptó sin reparos; el cervatillo se estaba transformando.
Un gesto desvió mi atención del duplo. El hombre barbudo cogió el cuaderno que el otro sostenía en las manos; éste lo miró un momento con los ojos acuosos, y tras unos instantes de reticencia, lo soltó, como quien deja ir una paloma mensajera, siempre esperando su regreso con el mensaje deseado.
Números y más números, distinguí en un escorzo de mi cuerpo; al lado de las cifras unas letras, dos o tres como máximo. ¿Iniciales de nombres? Eso pensé mientras controlaba que el de la perilla no recalase en mí sus ojos y se empezara a preguntar qué miraba yo tanto.
– Parece que están todos – fue el comentario que esgrimió al devolver el cuaderno.
– Sí, – prolongado el vocablo, sonrisa confabuladora – en estos asuntos, del rey al peón tienen que jugar la partida.
La frase me hizo pensar que el tipo se las daba de ilustrado, aunque con el vino que le había sonrosado la perilla, el faldón de la camisa asomando por la trasera del pantalón y los fanales inyectados en vino, que de vez en cuando devoraban a alguna mujer de escote exagerado, el hombre más bien parecía un borracho baboso.
Terminaban ellos las copas, y yo la mía. Mi insalubre necesidad de saber me hacía plantearme seriamente hacerme con el cuaderno, mientras eché una nueva ojeada a la pareja.
El cervatillo parecía que había crecido, su porte antes algo encorvado se erguía sin ataduras para igualarse a la pelirroja, que sin ningún tipo de recato le dio una rápida pasada con la mano por la bragueta; él no se amilanó y cerró filas en torno a ella.
Calisto se colocó a mi vera y con su voz de tenor me preguntó:
– ¿Otra?
Yo tardé en procesar la pregunta, mis ojos estaban fijos en la pareja; tras discernir la consulta, contesté con un exultante:
– Sí, por favor.
El hombre de la barba aprovechó la presencia de Calisto para pedirle la cuenta. Mis filamentos se tensaron, olvidé por completo a la pareja y me centré en mi objetivo: el cuaderno.
Tracé un plan, escueto, rápido de acción y esperando que la sorpresa trajera el efecto deseado.
Calisto trajo a la vez mi margarita y un plato pequeño con el importe a pagar por los dos hombres; el borrachín depositó una tarjeta de crédito. Juzgué que sólo tenía una oportunidad, así que cogí aire y ante mi siguiente movimiento, no pude reprimir una sonrisa.
Di un grito y me abalancé sobre un sorprendido Calisto, mis manos le obligaron a lanzar la bandeja por los aires en dirección a los dos hombres; proseguí con la maniobra arrastrando al camarero contra ellos, parecíamos una disparatada pareja de baile.
El resultado fue que tropezamos con más gente cercana a nosotros: empujones, cuerpos balanceándose, sillas cayendo, mi margarita sobre el tipo de la perilla y mi codo sobre su nariz propinándole un discreto golpe.
Había conseguido mi objetivo: confusión, mucha confusión.
Me levanté entre el amasijo de brazos y piernas, ayudado por otros clientes que se sumaban al pequeño jaleo; en ningún momento había apartado el cuaderno de mi vista, lo deslicé en el bolsillo interior de mi chaqueta rogando que nadie me viera, la tarjeta de crédito fue a parar al mismo lugar.
Esteban apareció a mi lado preguntando:
– ¿Están bien? ¿Se encuentran todos bien?
El momento de desorden pasó. El tipo de la perilla, el último en levantarse, sangraba por la nariz.
– Siéntese – le ofrecí atento, agarrándolo por el brazo como si fuese un inválido.
– ¿Qué ha pasado? – preguntó.
Su compañero, sacudiéndole el traje, le contestó aturdido todavía por lo ocurrido:
– No sé, – al mirar hacia él sus ojos mostraron sorpresa – estás sangrando.
– Eche la cabeza hacia atrás – mi tono era sereno, aunque con lo que portaba en el bolsillo estaba como un flan.
Le puse la mano en la frente y de mi pantalón extraje un pañuelo que coloqué solícito sobre su apéndice nasal. Ahora me tocaba rematar mi jugada, mi experiencia me dice que quien primero habla en estas situaciones, sienta precedente. Roberto, el gran jefe muckero, se sumó al corrillo formado por Esteban, Calisto, los dos hombres y yo.
– Alguien me ha empujado por la espalda – no miraba a nadie en particular – y me ha hecho caer hacia adelante, – una pausa bien estudiada para retirar un instante el pañuelo, y al ver que continuaba manando sangre, volver a colocarlo – en la caída tropecé con Calisto y contra estos señores.
-¿Ha visto quién le empujó? – inquirió Roberto acercándose para ver el estado de la nariz.
– Diría que era un hombre que acababa de llegar, – eso explicaría que el servicio no hubiese reparado en él – alto, delgado, – debo dejar claro que el inexistente personaje podría ser real – vestía una cazadora gris, de eso me acuerdo.
– Echad un vistazo a ver si hay alguien por la sala que encaje – pidió Roberto a sus dos empleados.
La sangre iba disminuyendo, al apartarme fingí una cojera.
– Es la rodilla, creo que el tipo que me empujó cayó encima.
Esteban y Calisto regresaron, no habían visto a nadie; eso yo ya lo sabía, mi imaginación no se plasmaba en personas reales.
Me aparté de los dos hombres, busqué donde sentarme para que el supuesto dolor fuera aún más creíble, la conversación entre ellos se refirió con rapidez a lo que tenía oculto en mi chaqueta.
– Me ha desaparecido la tarjeta de crédito – comentó el barbudo, que mantenía el pañuelo en la nariz; en tono más bajo, dirigiéndose a su compañero, le preguntó:
– ¿Tienes el cuaderno?
“Les han robado” es el comentario general; en mi favor estaba que no era el primer cliente al que le sustraían el bolso o la cartera. En cuanto al cuaderno “se lo habrá llevado pensando que contenía dinero.” Es la explicación que dio Roberto y que secundaron sus empleados.
El rostro del de la perilla era una máscara blanquecina, aceptó las disculpas y que le invitaran a lo consumido, a mí me dio las gracias.
– Estaba todo ahí, todo – le dijo al barbudo.
– Lo tirará al ver que es simplemente un cuaderno; además, si alguien lo leyera, no entendería nada – la voz sonaba pausada – tranquilo, seguro que de alguna manera puedes volver a recopilar los datos.
Se puso la chaqueta mientras cavilaba.
– Eso es cierto, nadie sabe qué significa.
Se marcharon, ni siquiera se despidieron de mí; mejor.
Calisto me trajo otra margarita, se la agradecí con un gesto. La pelirroja y el cervatillo habían desaparecido, me dije que no se puede estar a todo, y auguré que regresarían.
Alargué mi estancia una hora más, el reloj marcaba cerca de la una y media cuando me levanté. Ese hombre que también viene a menudo, Javier se llama, entró por la puerta; su rostro mostraba cansancio pero su mirada parecía atenta. Como siempre, recorrió la sala, en mí reparó un par de segundos, pasó a mi lado y me dijo:
– Buenas noches.
Me sorprendió, aunque le respondí cortésmente. Cuando me giré, vi que besaba en los labios a una mujer, de esas que te hacen volver la cabeza para admirarlas mejor.
No convenía que prolongara mi suerte, no fuera que los dos tipos regresaran y les diera por registrarme.
– Buenas noches Esteban.
Situado al lado de la puerta, puso en sus labios una extraña sonrisa antes de decirme:
– El martes a última hora esto estará tranquilo, vente y me explicas el numerito de hoy.
Salí asintiendo con la cabeza.
Pueden pensar que soy un ladrón, aunque el fin de mi acción no es lucrarme, se lo aseguro. Gracias al tesón de mis padres, una sencilla tienda de sándwiches se convirtió, con los años, en una más que lucrativa cadena; ya no es de mi propiedad, me deshice de ella al fallecer mis progenitores. Ahora vivo desahogadamente de las rentas de aquella operación comercial.
Entonces se preguntarán para qué organicé todo aquel jaleo. La respuesta se encuentra en mi forma de ser, y en lo que dedico mi jornada laboral: yo decido cuándo empieza y a qué hora termina, me marco mis objetivos sin tener que pedir permiso ni rendir cuentas a nadie.
Con la tarjeta de crédito en mi poder, ya supe el nombre del bebedor; no me decía nada, así que realicé una búsqueda por la red. Con la edad las sorpresas son menores, así que descubrir que era director general en una comunidad autónoma no me inmutó.
Pasé el resto de la velada encajando las iniciales del cuaderno con posibles nombres de personajes que cuadraran en la misma autonomía. Hubo algunos muy sencillos, en otros tuve que indagar un rato en internet; cuanto más conocido era el nombre que anudaba con las iniciales, mayor era la cantidad reflejada a su lado. La fecha inicial se remontaba a ocho años atrás, la última anotación correspondía a dos días antes.
La claridad a través de las ventanas me anunció que mis pesquisas me habían otorgado una noche en vela, no es la primera. Duchado, vestido y habiendo fotocopiado el cuaderno, hice tres cosas: la primera, depositar el original en una caja de seguridad en mi banco, junto a otros recuerdos obtenidos de las maneras más variopintas; la segunda, arrojar la tarjeta de crédito a una alcantarilla; y la tercera, acercarme a la calle Diego de León, el número lo omito. Sé a qué hora el portero se ausenta de su caseta para realizar una ronda por la escalera y comprobar que todo está en su sitio, lo averigüé hace tiempo para pasar inadvertido.
El buzón de correos es el tercero por arriba de la segunda hilada; introduje las hojas que previamente he guardado en un sobre, tan solo añadí en una nota el nombre del dueño del cuaderno.
Varias semanas más tarde, pude leer una jugosa portada de periódico sobre malversaciones de dinero público en una comunidad autónoma. Me gusta mi trabajo y la necedad de aquellos tipos que se piensan impunes, delincuentes que tras años de robar, lo airean con dos copas de más, imbéciles que no saben que siempre puede haber alguien escuchando.
Aunque siguiendo con otros temas más interesantes, pronto les volveré a dar noticias de la pelirroja y el cervatillo, porque han vuelto por Lamucca.
Javier González Alcocer Madrid, Octubre 2013
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Era viernes, así que prudentemente reservé para tener la atalaya a mi disposición, una silla alta de madera, situada en una de las ventanas de Lamucca de Prado; la experiencia me ha enseñado que el fin de semana es complicado acceder a mi sitio preferido, así que lo mejor es anticiparse
Once de la noche, mi entrada por la puerta coincidió con la presencia de Esteban, el jefe de sala, en su escueto lugar de organización; nos saludamos con un fuerte apretón de manos.
– ¿Cómo estás? – me preguntó, dedicándome unos segundos de su escaso tiempo.
– Bien – le respondí con premura.
Un cuarteto se situó tras de mí, así que decidí poner fin al intercambio de parabienes:
– Voy a estar un rato, tú atiende, ya hablamos luego.
En cuanto me acomodé, recorrí todo el perímetro con la mirada; la cuestión era comenzar a discernir quién pronosticaba alguna historia interesante entre el enjambre de clientes.
Decidí aprovisionarme; Calisto, un camarero al que conozco desde el primer día que entré en este santuario de las curiosidades, se acercó hasta mí.
– Buenas noches, Benjamín – supongo que en algún momento de mi asidua asistencia, Esteban le ha dicho mi nombre, porque yo, que recuerde, no – ¿lo de siempre?
– Sí, por favor – le respondí ya sentado, con lo cual su metro cincuenta escaso todavía parecía menor. Eso sí, tiene hombros anchos, espaldas robustas y brazos nervudos como sogas de barco; su rostro pétreo de vez en cuando muestra una disimulada sonrisa, sobre todo en las ocasiones en las que al cerrar el local deja que alguna gota de alcohol entre en su organismo.
Mi atención se centró en dos puntos diferentes: por un lado, una pelirroja de cuerpo férreo que asiduamente se quitaba de la cara un mechón de su rizada melena, acompañada por un hombre delgado, de rostro angelical. Por otro, dos individuos, cincuentones ambos, que se encontraban casi a mi espalda; uno de ellos le explicaba al otro las anotaciones que estaban escritas en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Había énfasis en la conversación y seguro que varias copas de vino, la botella de la que escanciaron las últimas gotas confirmó esta hipótesis.
Vi pasar al dueño de Lamucca, se llama Roberto, lo sé porque me lo contó mi confidente, Esteban. Siempre ataviado de manera informal y controlando todo el local, así como de pasada, pero sin perder detalle de cuanto hacen sus empleados y se sirve en las mesas; no desdeña una mirada sustanciosa a la clientela femenina que pueda ser un objetivo a corto o medio plazo.
Tenía ya en la mano mi margarita cuando atisbé que la pelirroja ceñía su cuerpo al de su acompañante, que con cara de sorpresa, sus ojos eran como los de un cervatillo, intentó un comedido paso hacia atrás; la mano de ella, que rodeaba la estrecha cintura de él, lo impidió.
Al mismo tiempo, en mis oídos, bien entrenados para captar retazos de conversación, resonaron unas palabras:
– Esto viene de los fondos…
No acabé de escuchar el final de la frase. Potencié mi radar, la había pronunciado uno de los dos entusiasmados bebedores; no sabía cuál, por lo que les eché un rápido vistazo.
Uno calvo, con perilla y mofletes rojos, probablemente por el exceso de vino; pasado de peso, con la corbata floja y la chaqueta del traje apoyada en las piernas. El otro de pelo cano, con barba tupida, gafas redondas, cuerpo que dejaba asomar una pequeña barriga y unos ojos azules que mostraban una intensa concentración sobre su compañero de mesa.
– ¿Y estás seguro de que nadie se va enterar? – las palabras buscaban esa seguridad que, aunque falsa, en ciertos momentos el ser humano anhela.
Giré treinta grados mi cuerpo para intentar resultar ajeno a la conversación, incorporé a mi garganta un trago de margarita, en su punto, como siempre.
– Está todo bien controlado, – el tono tenía ya algo de espeso, los efectos del dios Baco hacían su aparición – lo autorizan desde lo más alto, y luego yo me encargo de distribuirlo a mi antojo – cogió la copa, pero no bebió. – Eso sí, antes aparto las cantidades que corresponden a cada uno de los mandamases.
Conseguí escucharlo todo, aunque no dejé que asomara mi perplejidad. Me embutí en cavilaciones que, a pesar de ser una persona que no apresura nada, llevaban un ritmo trepidante.
La conversación entre los dos hombres quedó en suspenso, el de la barba tupida le daba vueltas a la respuesta a su pregunta; casi podía escuchar a su cerebro encajar los engranajes.
Mi atención se desvió hacia la pareja. La pelirroja, algo más alta que el cervatillo, había acercado su cabeza a la de él, la boca a dos centímetros del oído; pude ver que movía los labios, después los aproximó un poco más. Los tenues besos lograron que el hombre se abrazara a ella, no cabía una hoja de papel entre ambos; los crispados dedos de él, febriles, recorrieron la espalda, las nalgas, todo cuanto tenían a su alcance. Ella, ya sin azorarse lo más mínimo, le obsequió con un prolongado beso que él aceptó sin reparos; el cervatillo se estaba transformando.
Un gesto desvió mi atención del duplo. El hombre barbudo cogió el cuaderno que el otro sostenía en las manos; éste lo miró un momento con los ojos acuosos, y tras unos instantes de reticencia, lo soltó, como quien deja ir una paloma mensajera, siempre esperando su regreso con el mensaje deseado.
Números y más números, distinguí en un escorzo de mi cuerpo; al lado de las cifras unas letras, dos o tres como máximo. ¿Iniciales de nombres? Eso pensé mientras controlaba que el de la perilla no recalase en mí sus ojos y se empezara a preguntar qué miraba yo tanto.
– Parece que están todos – fue el comentario que esgrimió al devolver el cuaderno.
– Sí, – prolongado el vocablo, sonrisa confabuladora – en estos asuntos, del rey al peón tienen que jugar la partida.
La frase me hizo pensar que el tipo se las daba de ilustrado, aunque con el vino que le había sonrosado la perilla, el faldón de la camisa asomando por la trasera del pantalón y los fanales inyectados en vino, que de vez en cuando devoraban a alguna mujer de escote exagerado, el hombre más bien parecía un borracho baboso.
Terminaban ellos las copas, y yo la mía. Mi insalubre necesidad de saber me hacía plantearme seriamente hacerme con el cuaderno, mientras eché una nueva ojeada a la pareja.
El cervatillo parecía que había crecido, su porte antes algo encorvado se erguía sin ataduras para igualarse a la pelirroja, que sin ningún tipo de recato le dio una rápida pasada con la mano por la bragueta; él no se amilanó y cerró filas en torno a ella.
Calisto se colocó a mi vera y con su voz de tenor me preguntó:
– ¿Otra?
Yo tardé en procesar la pregunta, mis ojos estaban fijos en la pareja; tras discernir la consulta, contesté con un exultante:
– Sí, por favor.
El hombre de la barba aprovechó la presencia de Calisto para pedirle la cuenta. Mis filamentos se tensaron, olvidé por completo a la pareja y me centré en mi objetivo: el cuaderno.
Tracé un plan, escueto, rápido de acción y esperando que la sorpresa trajera el efecto deseado.
Calisto trajo a la vez mi margarita y un plato pequeño con el importe a pagar por los dos hombres; el borrachín depositó una tarjeta de crédito. Juzgué que sólo tenía una oportunidad, así que cogí aire y ante mi siguiente movimiento, no pude reprimir una sonrisa.
Di un grito y me abalancé sobre un sorprendido Calisto, mis manos le obligaron a lanzar la bandeja por los aires en dirección a los dos hombres; proseguí con la maniobra arrastrando al camarero contra ellos, parecíamos una disparatada pareja de baile.
El resultado fue que tropezamos con más gente cercana a nosotros: empujones, cuerpos balanceándose, sillas cayendo, mi margarita sobre el tipo de la perilla y mi codo sobre su nariz propinándole un discreto golpe.
Había conseguido mi objetivo: confusión, mucha confusión.
Me levanté entre el amasijo de brazos y piernas, ayudado por otros clientes que se sumaban al pequeño jaleo; en ningún momento había apartado el cuaderno de mi vista, lo deslicé en el bolsillo interior de mi chaqueta rogando que nadie me viera, la tarjeta de crédito fue a parar al mismo lugar.
Esteban apareció a mi lado preguntando:
– ¿Están bien? ¿Se encuentran todos bien?
El momento de desorden pasó. El tipo de la perilla, el último en levantarse, sangraba por la nariz.
– Siéntese – le ofrecí atento, agarrándolo por el brazo como si fuese un inválido.
– ¿Qué ha pasado? – preguntó.
Su compañero, sacudiéndole el traje, le contestó aturdido todavía por lo ocurrido:
– No sé, – al mirar hacia él sus ojos mostraron sorpresa – estás sangrando.
– Eche la cabeza hacia atrás – mi tono era sereno, aunque con lo que portaba en el bolsillo estaba como un flan.
Le puse la mano en la frente y de mi pantalón extraje un pañuelo que coloqué solícito sobre su apéndice nasal. Ahora me tocaba rematar mi jugada, mi experiencia me dice que quien primero habla en estas situaciones, sienta precedente. Roberto, el gran jefe muckero, se sumó al corrillo formado por Esteban, Calisto, los dos hombres y yo.
– Alguien me ha empujado por la espalda – no miraba a nadie en particular – y me ha hecho caer hacia adelante, – una pausa bien estudiada para retirar un instante el pañuelo, y al ver que continuaba manando sangre, volver a colocarlo – en la caída tropecé con Calisto y contra estos señores.
-¿Ha visto quién le empujó? – inquirió Roberto acercándose para ver el estado de la nariz.
– Diría que era un hombre que acababa de llegar, – eso explicaría que el servicio no hubiese reparado en él – alto, delgado, – debo dejar claro que el inexistente personaje podría ser real – vestía una cazadora gris, de eso me acuerdo.
– Echad un vistazo a ver si hay alguien por la sala que encaje – pidió Roberto a sus dos empleados.
La sangre iba disminuyendo, al apartarme fingí una cojera.
– Es la rodilla, creo que el tipo que me empujó cayó encima.
Esteban y Calisto regresaron, no habían visto a nadie; eso yo ya lo sabía, mi imaginación no se plasmaba en personas reales.
Me aparté de los dos hombres, busqué donde sentarme para que el supuesto dolor fuera aún más creíble, la conversación entre ellos se refirió con rapidez a lo que tenía oculto en mi chaqueta.
– Me ha desaparecido la tarjeta de crédito – comentó el barbudo, que mantenía el pañuelo en la nariz; en tono más bajo, dirigiéndose a su compañero, le preguntó:
– ¿Tienes el cuaderno?
“Les han robado” es el comentario general; en mi favor estaba que no era el primer cliente al que le sustraían el bolso o la cartera. En cuanto al cuaderno “se lo habrá llevado pensando que contenía dinero.” Es la explicación que dio Roberto y que secundaron sus empleados.
El rostro del de la perilla era una máscara blanquecina, aceptó las disculpas y que le invitaran a lo consumido, a mí me dio las gracias.
– Estaba todo ahí, todo – le dijo al barbudo.
– Lo tirará al ver que es simplemente un cuaderno; además, si alguien lo leyera, no entendería nada – la voz sonaba pausada – tranquilo, seguro que de alguna manera puedes volver a recopilar los datos.
Se puso la chaqueta mientras cavilaba.
– Eso es cierto, nadie sabe qué significa.
Se marcharon, ni siquiera se despidieron de mí; mejor.
Calisto me trajo otra margarita, se la agradecí con un gesto. La pelirroja y el cervatillo habían desaparecido, me dije que no se puede estar a todo, y auguré que regresarían.
Alargué mi estancia una hora más, el reloj marcaba cerca de la una y media cuando me levanté. Ese hombre que también viene a menudo, Javier se llama, entró por la puerta; su rostro mostraba cansancio pero su mirada parecía atenta. Como siempre, recorrió la sala, en mí reparó un par de segundos, pasó a mi lado y me dijo:
– Buenas noches.
Me sorprendió, aunque le respondí cortésmente. Cuando me giré, vi que besaba en los labios a una mujer, de esas que te hacen volver la cabeza para admirarlas mejor.
No convenía que prolongara mi suerte, no fuera que los dos tipos regresaran y les diera por registrarme.
– Buenas noches Esteban.
Situado al lado de la puerta, puso en sus labios una extraña sonrisa antes de decirme:
– El martes a última hora esto estará tranquilo, vente y me explicas el numerito de hoy.
Salí asintiendo con la cabeza.
Pueden pensar que soy un ladrón, aunque el fin de mi acción no es lucrarme, se lo aseguro. Gracias al tesón de mis padres, una sencilla tienda de sándwiches se convirtió, con los años, en una más que lucrativa cadena; ya no es de mi propiedad, me deshice de ella al fallecer mis progenitores. Ahora vivo desahogadamente de las rentas de aquella operación comercial.
Entonces se preguntarán para qué organicé todo aquel jaleo. La respuesta se encuentra en mi forma de ser, y en lo que dedico mi jornada laboral: yo decido cuándo empieza y a qué hora termina, me marco mis objetivos sin tener que pedir permiso ni rendir cuentas a nadie.
Con la tarjeta de crédito en mi poder, ya supe el nombre del bebedor; no me decía nada, así que realicé una búsqueda por la red. Con la edad las sorpresas son menores, así que descubrir que era director general en una comunidad autónoma no me inmutó.
Pasé el resto de la velada encajando las iniciales del cuaderno con posibles nombres de personajes que cuadraran en la misma autonomía. Hubo algunos muy sencillos, en otros tuve que indagar un rato en internet; cuanto más conocido era el nombre que anudaba con las iniciales, mayor era la cantidad reflejada a su lado. La fecha inicial se remontaba a ocho años atrás, la última anotación correspondía a dos días antes.
La claridad a través de las ventanas me anunció que mis pesquisas me habían otorgado una noche en vela, no es la primera. Duchado, vestido y habiendo fotocopiado el cuaderno, hice tres cosas: la primera, depositar el original en una caja de seguridad en mi banco, junto a otros recuerdos obtenidos de las maneras más variopintas; la segunda, arrojar la tarjeta de crédito a una alcantarilla; y la tercera, acercarme a la calle Diego de León, el número lo omito. Sé a qué hora el portero se ausenta de su caseta para realizar una ronda por la escalera y comprobar que todo está en su sitio, lo averigüé hace tiempo para pasar inadvertido.
El buzón de correos es el tercero por arriba de la segunda hilada; introduje las hojas que previamente he guardado en un sobre, tan solo añadí en una nota el nombre del dueño del cuaderno.
Varias semanas más tarde, pude leer una jugosa portada de periódico sobre malversaciones de dinero público en una comunidad autónoma. Me gusta mi trabajo y la necedad de aquellos tipos que se piensan impunes, delincuentes que tras años de robar, lo airean con dos copas de más, imbéciles que no saben que siempre puede haber alguien escuchando.
Aunque siguiendo con otros temas más interesantes, pronto les volveré a dar noticias de la pelirroja y el cervatillo, porque han vuelto por Lamucca.
Javier González Alcocer Madrid, Octubre 2013
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