La ventana estaba abierta y el viento comenzaba a mecer la cortina para dejar que la luz se colase en la habitación. Marion se despertó de inmediato, no conseguía dormir en lugares luminosos, y supuso que serían cerca de las nueve de la mañana porque era entonces cuando el sol madrileño de julio pegaba directamente en su cama.
Se había despertado con hambre, el cuerpo con el calor del verano le pedía frutas y pensó en preparar un batido de naranja, papaya, aguacate, anacardos, jengibre y un poco de jalapeño. De repente recordó a Gabriel; ¿en dónde estaría?, ¿seguiría trabajando en la empresa de su padre en Medellín?. Para Marion, Gabriel era un taco de carne asada con un poco de pico de gallo, trocitos de jalapeño y mucho aguacate. Marion tenía la manía de asociar a todos sus amantes con comida; los asociaba de forma involuntaria por su carácter, su tono de voz y a veces por el olor que expedían sus cuerpos.
Hoy se despertaba junto a Carlos y se inclinó sobre su nuca para olerla. Era un buen hombre e intentaba buscar algo que la sedujera y la convenciera para seguir a su lado, pero su olor no le endurecía los pezones como en el pasado lo hacía el de Gabriel. Carlos era un arroz muy cocido con pollo y zanahoria; olía a almidón húmedo y un poco quemado. Era como uno de esos platos insípidos que comes por necesidad cuando tienes las defensas bajas y buscas reconfortarte.
Carlos no tenía nada en común con Valeria, su otra amante. Valeria era un curry verde tailandés de esos que cenas y cuando te metes en la cama aún tienes el pecho ardiendo. Siempre iba embadurnada de aceite de coco y todas sus prendas desprendían un aroma a albahaca. La mente de Valeria iba a mil por hora y, aunque Marion la deseaba con locura, a veces necesitaba dejar de verla durante varias semanas porque sus encuentros se convertían en noches en vela saturadas de charlas absurdas a la par que sublimes. A Marion le gustaba hundir su rostro en el pecho de Valeria y respirar la dulzura del coco, deslizar sus manos por sus caderas como se desliza el curry por el paladar y deleitarse con las notas picantes de su sonrisa.
Pero por las mañanas tenía que arrastrarse apurada y agotada hasta su trabajo, desayunaba corriendo un cruasán y un expreso en la panadería que queda al comienzo de la calle Santa Isabel y rezaba porque el aroma del café la despertara para poder rendir un rato en la oficina.
Marion salió sigilosa de la cama para no despertar a Carlos. Esos dos minutos oliendo su pescuezo la habían empujado a tomar una decisión; ni tacos, ni curry ni arroz con pollo, era hora de hacer un ayuno de pieles y salir de Madrid. Necesitaba agua de mar para lavar sus recuerdos y volver a reconocer su propio olor.