Mamá se acerca para darme su beso de buenas noches. Yo me escondo entre todas aquellas nubes torpes. Es previsora, siempre es previsora mamá, incluso hasta cuando ya no es mamá. Oigo en la madrugada cómo limpia mi cicatriz con sus besos de amor viejo, bajo las capas tenues que se escurren de la noche. La cicatriz ya no es una cicatriz, sino un nuevo mundo abierto. La sangre sin color que corre por mi cara se lleva a su paso toda la suciedad de unos ojos desmedidos; mientras, sonrío con una caja de dientes impares a aquel que se encarga de escribir sobre nuestro ayer. Entre las sábanas de lo terrible, mi mundo de siempre sigue existiendo: el desayuno recién hecho, los castigos injustos y la ignorancia y la ternura de las tardes felices. Pero todo se despeja a la luz de los días nuevos, como el agua que pasea entre el río y los guijarros orillados, sólo que la luz aquí no es agua, la luz es polvo. Es de madrugada, pero el eco de su voz sigue arañando las paredes de mi habitación. Me despierto asustado, por los gritos firmados por alguien que firma como yo sin ser necesariamente yo. A mi izquierda hay un armario, un peluche y una mochila en el suelo; a mi derecha, una sombra que tiene forma de sombra, huele a jazmín y acuna los brazos a la medida de mis recuerdos, unos brazos en los que sólo quepo yo. Pese a lo temible, pese a lo denso de lo oscuro de lo nocturno, y en un fuero de belleza, en el envés del pasado que esconde los secretos de mi vida por venir, miro a la sombra como si mirara a una promesa. Entonces, y sólo entonces, dejo de estar tumbado, me siento sobre mis piernas cruzadas y acomodo la espalda sobre la almohada, y ésta a su vez sobre el cabecero de la cama. No importa la hora mientras exista la noche, me repito siempre antes de cerrar los ojos. Así, la sombra deja de ser sombra para ser algo más, algo que existe de verdad. En un hilillo de voz hueca, distingo palabras que no significan por sí solas. No se mezclan con la acústica de la habitación, sobre la que ahora se extiende un manto falso de soledad. Desde este nuevo lugar, que ahora es el país de un niño, vuelvo la cabeza hacia la sombra que ya no es sombra, que con sus dedos de oro negro me escribe con gestos tantos cuentos de hadas como de ogros, dentro de castillos y palacios imaginarios que se divorcian del aire y dejan atrás la espesura de la noche. Tras una o dos bocanadas de ficción, recupero los años cautos, los menos temidos, los más amables. Te dejo la lucecita encendida, dice mamá tras apagarme sus últimos besos de buenas noches.