Padre
Todo empezó a mis seis años. Terrores nocturnos se apoderaban de mí en sueños y me
despertaban entre espasmos, con el corazón frío y las manos calientes y sudorosas. Con el pecho
transformado en un jardín de cemento.
Pasado un tiempo los episodios se hicieron más comunes y dejaron de aparecer solo en sueños.
Los ataques repentinos se apoderaban de mí en cualquier momento, mientras jugaba o estaba en
la escuela. Temblores, gritos que empezaron a alarmar a mi madre.
Así me convertí en un niño que nunca andaba descalzo y que daba un salto para acostarme en mi
cama a la noche. Un niño que no dormía. Que sentía que en algún lugar siempre hay algo
inquietante como una presencia en la oscuridad. “Uno de esos niños que ve lo que nadie ve”, le
dijo el psiquiatra a mi madre.
Me recetaron pastillas y terapia.
La terapia consistía en sesiones diarias donde me hacían un cuestionario y también me daban
lápices para que dibuje lo que veía en sueños: monstruos debajo de mi cama, personas sin ojos
acechando en mi ventana, mi padre deambulando por la casa con un cuchillo y las manos
ensangrentadas.
Mi padre que ahora, cuarenta años después, es un anciano decrépito abandonado en un
geriátrico. Que tiene la piel transparente y el olor de la muerte que lo envuelve como una nube
negra. Que babea y tiene la voz que es como un camino de piedras. Que tiene un cuchillo y las
manos ensangrentadas...
Me despierto aterrorizado con el corazón frío, las manos sudorosas, el pecho como de cemento.
Es un sueño que ha vuelto en las últimas semanas. Mi padre ahora, a quien dejé de ver hace
cuarenta años después de que pasó lo que pasó.
Busco mis pastillas.
Mi esposa duerme a mi lado, la veo dormir en paz como yo nunca pude hacerlo. Camino a la
cocina buscando un vaso de agua y veo una sombra, algo que se mueve detrás de la puerta en la
habitación de mis dos hijas. Busco como un autómata un cuchillo y camino hasta ahí. Abro la
puerta. Mis hijas duermen abrazadas a sus ositos. Abro las puertas del armario, revuelvo sus
ropas, sus juguetes... pero no hay nadie.
Escucho un ruido en mi habitación y corro. Mi esposa sigue dormida. Reviso todo, atrás de las
puertas, de las cortinas. Siento las manos húmedas. Tengo todavía el cuchillo y la sangre chorrea
de mis manos al suelo.
Miro afuera, todo está tranquilo. Es una noche de paz para todos menos para mí.