Tenía cinco años la primera vez que la vi. Recuerdo que estaba sentado en la alfombra del
comedor, decidiendo qué color elegir para el cielo de mi dibujo. Escuche tres golpecitos en la
ventana y me giré. Fue entonces cuando la vi. Me miraba fijamente desde la ventana. Mis
pupilas se quedaron enganchadas en su piel y ella me sonrió. Tenía la sonrisa como las vías de
un tren: Torcida y oxidada. Cuando mi madre entró en el comedor, ella se escondió bajo el
marco del cristal. Despacio. Elegí el color verde oscuro, como el verde de sus ojos.
Seguí viendo a esa mujer durante un año entero. A veces llamaba a la ventana, cuando estaba
solo en la sala. Otras veces la veía en alguna tienda, al fondo y quieta, como si fuera un
maniquí. E incluso la veía gateando entre los arbustos del jardín. Mi madre siempre me decía
que mis ojos eran del color de esos arbustos. Y oscuros.
Tenía seis años la última vez que la vi. Aquella mañana, la mujer consiguió acercarse a mi. Me
cogió por los brazos y abrió muchísimo los ojos y la boca. Nunca escuché lo que me iba a decir,
porque los guardaespaldas de mi padre dispararon y crearon un arcoiris carmesí.