Éramos ocho parejas en total. Javier y Dulcita nos invitaron a celebrar la Noche Buena en el restaurante de Don Uver Rocca, su mejor amigo. Me llamó mucho la atención que Don Uver viniese con sus dos hijos adolescentes, pero Dulcita me dijo entre dientes que su esposa se hallaba indispuesta a causa de su avanzado embarazo de gemelas.
Aseándonos en el tocador, antes de comenzar el intercambio de regalos, agregó que el embarazo había sido un milagro de reconciliación; un regalo divino que se les dio tras estar separados durante un año, porque Don Uver había sido infiel con su secretaria y la esposa descubrió la infidelidad cuando la chica le mandó por correo unas fotos de su marido teniendo sexo con ella. La señora terminó en psiquiatría y todos pensaron en un inminente divorcio. Sin embargo, ella fue dada de alta totalmente recuperada y de alguna manera supo perdonar a Don Uver, logrando superar el terrible suceso.
— No quiso perder a su familia ni traumatizar a los muchachos—, susurró Dulcita. — Por eso Dios le sonrió y, a los tres meses de haber vuelto, ¡Doña Elena descubrió que estaba embarazada de gemelas!
Que gran alegría, pensé.
Mientras se retocaba el maquillaje, Dulcita añadió que no había sido un embarazo fácil.
— A los cuarenta y siete años es un reto poder aguantar gemelas. No se le ve a Doña Elena desde el anuncio. Pensábamos verla hoy…
— ¿Ya va a dar a luz?
— Ya… Pero ella está con sus padres en Minnesota. Regresará cuando nazcan las niñas. Don Uver sale con los chicos para allá esta noche…
Durante el intercambio, me acomodé en mi silla a admirar el hermoso arbolito de Navidad, apretando fuerte la mano de mi prometido, sorprendida con aquella historia de fidelidad y esperanza. Las luces danzaban al compás de la música del IPhone, en un sincronizado festival de colores. Don Uver las programaba con un simple clic, haciendo las delicias de todos, yendo de cumbia, a hip hop y a baladas románticas en un santiamén.
Creo que fui la primera en percatarme de la cajita de Amazon. No estaba envuelta ni tenía remitente, simplemente la sonrisa azul de la compañía plasmada en una de sus caras.
— ¡Ese regalo llegó hoy! —Exclamó la mesera divertida, mientras Don Uver se acercaba a tomarlo, completamente sorprendido.
— ¡Que lo abra! ¡Que lo abra! —Gritamos al unísono. Y el sonrió, con la picardía de un niño reflejada en el rostro.
La cajita blanca tenía una postal pegada en la tapa. Don Uver la arrancó con un gesto y la leyó en voz alta:
“Mi amor, perdóname por no estar contigo en Navidad. Espero que disfrutes tu regalo. Elena”
Despacio, Don Uver abrió la cajita…
Nunca olvidaré sus ojos sumamente abiertos y enrojecidos de repente, casi desbordándose de sus cuencas; ni su extraño alarido gutural, como de animal herido, antes de caer al suelo víctima de un infarto fulminante.
Dentro de la caja estaban prensados los diminutos fetos de sus hijas.