De nuevo, sientes miedo. Te acabas de despertar y tienes otra vez la certeza de que no es un sueño, sino una realidad amenazante, terrible. Hace tan solo unos días te dieron la amarga, la demoledora noticia. El médico, al que acudiste al ver esa sangre inesperada y que todavía ves cada vez que cierras los ojos, te lo soltó a bocajarro. Tienes un tumor maligno y te quedan dos meses de vida. Desde entonces, solo sientes miedo, un miedo que te enfría los huesos y te hace temblar, un miedo que quisieras arrancar a jirones de tu cuerpo y que, sin embargo, sigue asido a ti como una lapa gigante que te oprime el pecho y te ahoga. Tienes miedo a morir, a dar ese paso que sabías que algún día había de llegar, pero no esperabas que fuera tan pronto. Sí, tienes miedo a la muerte y al estado desconocido que te espera tras ella, pero también tienes miedo a vivir. Tienes miedo a no saber vivir estos dos últimos meses, a no saber cómo actuar, a quedar mal ante los demás, ante tu familia, tus amigos, tus compañeros de trabajo… ¿Deberías contarles a todos tu angustia o es mejor no amargarles ni hacerles sentir incómodos en tu presencia? ¿Debes llegar hasta el último día mostrando una gran entereza para que te recuerden como a los héroes o debes sincerarte con todos y sufrir y llorar y gritar cuando, con aspecto compungido, vengan a verte? ¿Quieres su compasión o crees que no vas a poder soportarla? Sí, tienes miedo a vivir cada día dándole vueltas y más vueltas al mismo asunto, que se ha convertido en obsesivo. Piensas que lo mejor es salir a la calle e intentar distraerte entre la gente, pero también te da miedo, pues sabes que es inútil, que caminas sin rumbo mirando a los demás como si fueran espectros a los que la próxima vez que veas será en el otro mundo y entonces te das cuenta de que el espectro eres tú, que estás, sin querer, anticipando tu destino. Pero también tienes miedo a quedarte en casa rumiando en soledad tus miedos, tus terrores, el vértigo. ¿Y viajar? Para qué. No tiene ningún sentido y además, no tienes ganas. Cualquier ilusión, cualquier deseo ha desaparecido de tu mente. Y tienes miedo a la noche, a que llegue la hora de ir a dormir, como si dormir fuera posible. Es en esos momentos cuando el terrorífico pensamiento de lo inevitable se acrecienta con la oscuridad y anhelas con todas tus fuerzas que todo hubiese terminado ya, pero, por el contrario, la noche se alarga infinitamente y si, por agotamiento, logras dormirte, las pesadillas recurrentes, esos monstruos que te despedazan cada noche, te hacen despertar. Pero es solo para volver a sentir miedo, pues te invade de nuevo la certeza de que nada es un sueño, que es cierto que te quedan solo unos días de vida. Y sientes miedo, miedo, mucho miedo…