El primer crujido me despertó sobresaltada, pero me tranquilicé al momento; las tablas del
comedor siempre hacían ese ruido en invierno. Lo cierto es que ese sonido se me hizo familiar
con los años, como el de las pisadas de los ratones en el porche o el grifo que goteaba
continuamente en la cocina, al final me hacía compañía y me daba esa absurda sensación de
no estar completamente sola.
Era una situación que nadie en su sano juicio, y mucho menos una inválida debiera estar
viviendo, pero yo había decidido comportarme como si nada hubiese sucedido, ni aquel
accidente de coche ni la definitiva inmovilidad de mis piernas que habían pasado a convertirse
en dos colgajos sin fuerza ni vida alguna.
Otro crujido, y esta vez más fuerte. Esta vez ya no me resultó tan familiar y mis sentidos se
pusieron en alerta. Hice un recorrido mental por los alrededores de la vieja casa de campo y
tuve que asumir que en veinte kilómetros a la redonda no había ningún otro ser humano.
Este sonido no podía relacionarlo con ningún otro de los habituales, eran inconfundiblemente
pisadas, quizás botas de montaña y cuando pasaron a ser golpes que movían muebles y abrían
cajones no cabía plantearse ninguna otra opción. Había alguien más en la casa.
¿Por dónde habría entrado? Seguramente por la ventana del comedor; en ese momento me
arrepentí de no haber tenido más cuidado al cerrar la enorme persiana, pero, ¡era tan
pesada!...y además, ¡allí nunca ocurría nada!.
Recordé también el mastín que me ofrecieron y rechacé cuando llegué al pueblo; pero un
perro también requiere cuidados, y con cuidar de mí misma tenía suficiente.
¡Otra pisada! Esta vez avanzaba más deprisa y tenía que actuar con rapidez; apoyé ambas
manos en la cama y me incorporé lentamente para no emitir el menor sonido, buscando un
lugar en el que esconderme, quizá el viejo arcón, pero... ¿cómo iba a entrar ahí yo sola?
¡Debajo de armario había hueco suficiente y podía llegar arrastrándome!. No podía perder un
minuto y al mismo tiempo no podía permitir que me oyeran. Me moví lo más rápida y
silenciosamente que pude, deslizándome por el suelo como un reptil hasta esconderme
debajo del mueble.
Un minuto más tarde los pasos se dirigían hacia la puerta y ésta se abrió. Sólo acerté a ver unas
botas sucias que se pararon en el umbral. Había sido una ingenua pensando que aquel
individuo no repararía en la cama deshecha y lo que es peor, la silla de ruedas junto a la cama.
Una sonora carcajada rasgó el silencio, mientras contemplaba con horror cómo se hincaba
aquella rodilla y esperé lentamente a que apareciera un rostro ante el cual ninguna resistencia
podría ofrecer.