Destino a cinco kilómetros». Pedaleo sin aliento. «Excediendo ventana temporal». El último paquete brinca dentro del contenedor con cada bache. Led rojo. La pulsera de la compañía parpadea alcanzando el ritmo de mis pulsaciones. No hay forma de desconectarla. «Excediendo ventana temporal. Excediendo ventana temporal». Son pasadas las cuatro y diez de la madrugada. Esta es la última de las ciento veintitrés entregas nocturnas, y la más valiosa. Su destinatario: algún alma que aguarda oculta tras las cortinas de un piso en el centro. ¿Hay algún centro en esta ciudad?
Hace ya unos minutos los he visto salir de nuevo. Brazos infinitos como revoltijos de sombra. Brotan de los respiraderos. Se abrazan a las cañerías y recorren las fachadas. Doblan las esquinas sin despegarse nunca de los edificios. Culebrean entre los cables de teléfono y ondean sobre los dinteles de las ventanas. Se escurren bajo los adoquines buscando pegarse a los repartidores. Son las extremidades de la noche, tanteando su propósito.
Todos los paquetes deben ser depositados en los buzones, a tiempo y mientras dure la noche. No es otra absurda exigencia habitual de la empresa, sino un seguro para los repartidores: hay cosas que es mejor no entregar a la luz del día.
Un soplo húmedo roza mis nudillos. Es uno de los brazos, que empieza a estrangular el manillar, envolviéndolo como una gélida bufanda. No lo he visto venir. Tira de él desde arriba elevando la bicicleta. Me tira del sillín. Siendo la espalda arder mientras avanzo de pura inercia por el asfalto aceitoso. La bici traza un arco en el aire; la veo zarandearse por encima de los árboles, cayendo de nuevo e impactar contra el suelo, varios metros adelante. El contenedor se ha abierto y no veo el paquete por ningún lado. Logro arrodillarme y retengo el ansia de correr, en parte por el dolor en las piernas. Docenas de brazos avanzan buscándome como estambres sombríos. La pulsera se ha desconectado. Ambos permanecemos en silencio.
Uno de los tentáculos se despega de la calzada; ha dejado de ser un simple esbozo plano para adquirir la forma borrosa de un miedo tridimensional. Arrastra algo cúbico, que apresa en su propio velo de negrura. Repta con ello hasta mi posición y lo libera a mi lado. Ahora veo las siluetas más definidas, la del objeto y las de todo lo demás: es el último paquete.
Lo bueno de ignorar lo que contienen las entregas es que nunca llegas a conocer las depravadas necesidades de sus destinatarios. Mejor así. La etiqueta ya no es legible; tal vez nunca fuera escrita. Un brillo parece manar desde las mismas ondulaciones del cartón. Es la primera vez que entreveo siquiera el contenido de una de las cajas. Despego las solapas y tiento el interior, un mar de luz.
Mientras, los brazos se han replegado de nuevo a las chimeneas y a los surcos ocultos de las calles. La gente todavía duerme cuando la primera luz de la mañana pone a bailar las afiladas sombras de la ciudad.
La pulsera revive en el momento justo: «paquete entregado con éxito».