Allí estaba, en una de las celdas del laboratorio del ala norte. Una forma humanoide,
desmesuradamente corpulenta, de piel escamosa y azulada, cuyas extremidades terminaban en
membranas palmarias, coronadas por afiladas garras. En su rostro, ovalado y anguloso, tres
orificios sustituían la existencia de un tabique nasal.
– Hijo.
Aquel ser, no había duda, era el resultado de nuestro primer experimento, presuntamente muerto
y arrojado a las profundidades del Bósforo para ocultar nuestros crímenes. Y así como la
repugnancia más infame había recorrido mi ser al contemplar por vez primera aquella monstruosa
forma fetal, un sentimiento diametralmente dispar me invadió en aquel instante.
– Cuánto lo siento.
Aquella disculpa se extendía mucho más allá de su ser, a todos y cada uno de los inmorales actos
que había realizado en compañía de Adem. Mientras lo liberaba fui consciente de cuántos años
había albergado aquella necesidad de pedir perdón, sin que jamás me hubiera topado con alguien
para quien mis palabras pudieran significar lo más mínimo.
– Acompáñame.
Por toda respuesta la criatura se alzó renqueante sobre sus palmas traseras y me siguió, encorvada,
hasta la puerta del laboratorio, los sonidos del incendio extendiéndose a nuestras espaldas. Tras
asegurarme de que el camino se hallaba libre de réplicas nos zambullimos en la noche. Lenta pero
inexorablemente nos acercamos a los límites del poblado, donde los frondosos bosques ocultarían
nuestra huida.
Al llegar a una de las últimas calles nos topamos con uno de aquellos seres; la sombra alzó una
oxidada campana, que hizo repicar con movimientos autómatas. Adem apareció por la esquina
opuesta, rodeado por un ejército de réplicas. Sus ojos, reflejando el odio y la maldad más
absolutos, se clavaron en lo más hondo de mi ser, menguando los últimos resquicios de mi frágil
determinación. Y aun así, inmerso en las profundidades del miedo y la locura, logré dar un paso
al frente señalando a aquel nohombre, que fuera mi mentor, con la resolución propia de un necio
arrepentido.
- ¡Tu obra morirá esta noche!
Aquel hubiera sido un digno final, una última batalla de redención. Pero mi hijo, en un acto de
altruismo imposible, me arrojó hacia atrás, señalando el bosque que se abría a nuestras espaldas.
Nos observamos fijamente, narrándonos con la mirada la desdichada historia de nuestras vidas,
construyendo juntos el recuerdo soñado de lo que podría haber sido y de lo que nunca llegaría a
suceder. Nos observamos con el amor de un padre y un hijo, expresando sin lenguaje lo que las
palabras jamás hubieran logrado decir.
Y así hui, dejando atrás aquel escenario impensable. Al atravesar la linde del bosque volví la
mirada hacia el millar de gritos de dolor que quebraban la noche. Él era el ángel sin alas,
golpeando salvajemente la jauría de sombras, desgarrando piel y tejidos, abriendo heridas
deletéreas, quebrando huesos y cráneos como barro endurecido. Y así avanzaba, implacable, a
través de cuerpos caídos y entrañas palpitantes, hacia el mismísimo nohombre, quien elevaba los
brazos en un gesto inútil de protección.