Cuando vi aquella extraña casona a lo lejos supe que tendría que dirigirme a ella. En
otras circunstancias habría pasado de largo ya que, dada mi condición, siempre he huido de
situaciones comprometidas, pero la soledad del páramo aquel, la negrura de la tarde que
avanzaba y el viento gélido que lanzaba cuervos muertos a mis pies desollados no aconsejaba
seguir el camino, donde fuera que el mismo me llevaba.
Algo eléctrico flotaba en el ambiente y erizaba los pelos de la lana de mi capa. Mi perro
se había marchado horas antes, gimoteando con el rabo entre las patas y mi cotidiano silboteo
también me había abandonado a la vista de un montón de tierra removida en la que se
retorcían decenas de lombrices, muchas de ellas, partidas por la mitad. El hedor era
insoportable y cierta intranquilidad me agarrotó los músculos de la espalda.
Para colmo, el saco de huesos pesaba y mis oídos no soportaban más el sonido de las
rótulas y los fémures chocando entre sí. Aquello me pareció extraño, pues nunca mis sacos
produjeron en mi persona desagrado. Noté la orina corriendo muslo abajo y decidí parar. Yo
nunca había tenido miedo.
La puerta cedió ante la patada de mi pierna buena y entré. Por el suelo, esparcidas,
trampas para ratas, vacías. En la estancia, alguna silla vieja, una jaula para cazar cangrejos y un
escarabajo vivo dentro de un frasco. Aunque no había un alma, no parecía deshabitada.
Incluso percibí olor a comida, algún tipo de carne, así que cargué el arma, prevenido. Me di la
vuelta para cerrar la puerta; con el portazo, expiró el último día.
En una esquina vi una especie de jergón que me haría las veces de cama. Dejé el saco
de los huesos de la niña en el suelo y sin desvestirme, me tumbé.
El camastro estaba frío y me preparé para una noche de vigilia mientras oía las
evoluciones del escarabajo intentando trepar por las paredes de cristal.
Cerré los ojos y enseguida noté como un polvo escamoso empezaba a cubrir todo mi
cuerpo. Los huesos, en el saco, comenzaron a tintinear, pero no me atreví a mirar. Oí un
sonido muy cerca de mí. Encima de mí. Susurraba mi nombre, aquel con el que me llamaba mi
madre, hacía ya tanto tiempo. Pese a las escamas que cubrían mis párpados conseguí abrir los
ojos: a cinco centímetros de mi cara había, flotando, una calavera que con media sonrisa
desdentada me miraba con odio desde sus cuencas llenas; levanté los brazos y toqué su
cuerpo, sobre el mío, puros huesos, como jirones de nubes grises tras la tormenta. El fantasma
me abrazó acercando aún más su cara a la mía. ¿Llegué a gritar? No creo que me diera tiempo
pues mi corazón se detuvo cuando noté en mis labios su aliento.