Hay una puerta del tamaño de una uña dentro de la cabeza de algunas personas. Mi madre me enseñó a utilizarla cuando tuve las primeras pesadillas que recuerdo:
–Primero, piensa en un lugar que te haga sentir segura, puede ser real o uno imaginario; segundo, tienes que guardarlo al otro lado de la puerta; tercero, cada vez que tengas miedo, cierra los ojos y refúgiate ahí hasta que estés más tranquila.
Visité mi lugar seguro probablemente más noches de las que soy consciente. Así podía evitar el miedo de cruzar el pasillo enmoquetado hasta la habitación de mi madre. No es hasta hoy, muchísimo tiempo después, que vuelvo a pensar en abrir esta puerta. Y ya no recuerdo qué había detrás.
El golpeteo de los latidos en mi oreja contra la almohada no me deja centrarme en un pensamiento fijo. Necesito alejar de mí la sensación de que hay algo observándome por la ventana. Ya son más de las cuatro y me duelen los omoplatos de tensar mi cuerpo por el miedo. No quiero moverme. Eso me está mirando.
He abierto la puerta y, antes de poder pensar qué hay al otro lado, estoy dentro. Tengo los pies mojados. Estoy pisando un tejido húmedo y áspero. No puedo ver casi nada, pero aún siento en mi nuca su mirada. Se acerca y tengo que echar a correr. Hay paredes a mi izquierda y a mi derecha, pero no veo nada delante. Oigo el chapoteo de mis pies avanzando por lo que parece un largo corredor. Cuanto más corro creo que más cerca está de mí, y mi miedo sólo se hace mayor. Intento abrir los ojos y salir de aquí, pero la puerta no me deja volver.
Empiezo a distinguir mejor el lugar. Una moqueta roja y empapada cubre el suelo. Me reconozco en las fotografías de la pared; es el pasillo de la casa donde viví con mi madre tiempo atrás. Creo que al final estaba su habitación y, aunque la oscuridad es muy densa, me parece distinguirla allá al fondo. Corro más deprisa hacia ella, y a cada zancada salpico las paredes; siento mojadas las pantorrillas. Detrás de mí lo que me persigue se hace cada vez más agobiante.
Me detengo al fin ante la puerta, casi sin respiración. Está cerrada y por debajo de ella sale agua a borbotones. Tiro desesperada del pomo, pero no se abre. Ya tengo mojado el pijama hasta la cintura. Me pego a la puerta, ya no puedo avanzar y, si me quedo quieta, eso va a cogerme. Me doy la vuelta cerrando con fuerza los ojos y pegando un grito. Entonces siento que lo que me perseguía me embiste de frente, la puerta cede detrás de mí y caigo sobre la cama empapada. Consigo abrir los ojos. La ventana está abierta y ya nadie me observa a través de ella. Me he meado encima.